viernes, octubre 21, 2011

Moro, de Daniel Ruiz García


Durante toda su primera semana, Hassam compartía puesto con el Toro en la puerta de entrada. De todos los puestos, era el más desagradable, según sus compañeros. Llegaba un punto de la noche —la jornada se desarrollaba normalmente desde las once hasta las seis de la mañana— en que el frío resultaba intolerable, y entonces no tenían otra opción que moverse sin cesar. Además, no podían sentarse en ningún momento, de manera que concluían la jornada con los pies doloridos y una poderosa sensación de cansancio. Por otra parte, en la puerta era donde solía haber más trabajo. El escrutinio de los clientes era una labor delicada, meticulosa, que había que realizar con suma concentración; cualquier error en este puesto podía repercutir sobre el ambiente interior del club.
Poco a poco, Hassam iba familiarizándose con sus compañeros de guardia. Al Toro era al que había tenido la oportunidad de conocer más. Después estaba el Caniche, el Loro, el Rumanía y el Farla. Con él, sumaban seis. Como refuerzo del grupo, también entraba Domingo. Era la persona de confianza de Héctor Alquiza, el hombre para todo, un comodín totalmente fiel y siempre dispuesto a ejecutar cualquier trabajo. En aquellos días, su principal responsabilidad era gestionar y controlar el negocio de los inmigrantes y la fresa. Para ello, contaba con su propio equipo de trabajo, los dos capataces jóvenes de Las Madres, el conductor de la camioneta y Salim, el primo del Chino. Apenas existía relación entre ambos grupos, trabajaban de forma independiente, sin apenas verse. La principal conexión entre ellos era Domingo, el hombre comodín, que vivía en el propio club y que se paseaba por Las Ninfas como un fantasma. Domingo era también el que se encargaba de ordenar y supervisar los “otros trabajos”, que el Toro le había referido escuetamente a Hassam la mañana antes.