sábado, octubre 08, 2011

La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq


En una de las primeras conversaciones que mantuve con Mario Crespo mediante correo electrónico me recomendó, con entusiasmo, esta novela de Houellebecq. Yo había leído casi todo lo del autor (mi favorita, de momento, sigue siendo Plataforma), y, por error, creía que ésta era una novela de ciencia ficción y rehusé leerla; y no porque creyera que pertenecía a ese género (y en parte así es: varios pasajes suceden en el futuro), sino porque no sabía si M. H., experto en lacras contemporáneas, iba a estar a la altura de los grandes. Sin embargo, la recomendación de Mario quedó ahí, flotando. A veces me topaba con este título en alguna librería y sopesaba si comprarla o no. La reciente publicación de El mapa y el territorio (que aún no he leído, está en lista de espera) me decidió, por fin, a hacerlo.

Y el resultado ha sido más que satisfactorio. Es una de las novelas de Houellebecq que más me han gustado, que más me han divertido y apasionado. El autor alterna los monólogos de Daniel, en el presente, con los monólogos de dos de sus copias, es decir, de sí mismo clonado y luego vuelto a clonar. Se trata de una de las novelas más desesperanzadas de Houellebecq, a ratos amarga y muy pesimista. Como siempre en este autor, no estoy de acuerdo con todo lo que opina o sostiene. Pero su prosa me produce placer, y también su valentía para arriesgarse a apostar por temas polémicos. Es el caso de este fragmento, del que me fascina su primera mitad y no estoy de acuerdo con el final, esa teoría cruel de los hijos:

La juventud era el tiempo de la felicidad, su estación única; llevando una vida ociosa y exenta de preocupaciones, parcialmente ocupada por estudios poco absorbentes, los jóvenes podían dedicarse sin límites a la libre exultación de sus cuerpos. Podían jugar, bailar, amar, multiplicar los placeres. Podían salir de madrugada de una fiesta, en compañía de las parejas sexuales que se hubieran buscado, para contemplar la tétrica fila de empleados que acudían al trabajo. Eran la sal de la tierra, y todo les era dado, todo les estaba permitido, todo les resultaba posible. Más adelante, cuando fundaran una familia, cuando entraran en el mundo de los adultos, conocerían las preocupaciones, el trabajo duro, las responsabilidades, las dificultades de la existencia; tendrían que pagar impuestos, someterse a trámites administrativos sin dejar de presenciar, avergonzados e impotentes, el deterioro irremediable, lento al principio y después cada vez más rápido, de su propio cuerpo; sobre todo, tendrían que mantener hijos, como enemigos mortales, en su propia casa; tendrían que mimarlos, alimentarlos, desvelarse por sus enfermedades, garantizar los medios de su instrucción y sus placeres, y, a diferencia de lo que ocurre entre los animales, todo eso no duraría una sola estación, sino que seguirían siendo esclavos de su progenitura hasta el final; el tiempo de la alegría habría terminado para ellos de una vez por todas, tendrían que seguir penando hasta el final, en el dolor y los problemas crecientes de salud, hasta que ya no sirvieran para nada y los arrojaran directamente al cubo de la basura, como viejos molestos e inútiles.

Y aquí van otras anotaciones del libro:

Aumentar los deseos hasta lo insoportable y a la vez hacer que satisfacerlos resultara cada vez más difícil: ése era el principio único en el que se basaba la sociedad occidental.

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El amor no compartido es una hemorragia.

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Luego, por casualidad, vi mi cara reflejada en un espejo y lo entendí todo. Yo tenía cuarenta y muchos tantos; tenía la cara preocupada, rígida, marcada por la experiencia de la vida, las responsabilidades, los disgustos; no tenía para nada la pinta de alguien con quien puedes divertirte; estaba condenado.

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[…] hay muchas cosas que se pueden hacer por compasión, pero empalmarse no es una de ellas.

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Ahora sabía con certeza que había conocido el amor, puesto que estaba conociendo el sufrimiento.


[Traducción de Encarna Castejón]