lunes, octubre 10, 2011

La esquina, de David Simon y Ed Burns


David Simon y Ed Burns, dos de los artífices de la magnífica serie The Wire, pasaron un año en compañía de varios dealers y drogatas de las esquinas de Baltimore. Simon, además, escribió esa pieza maestra del reporterismo que es Homicidio (un año estudiando y acompañando a la policía de Baltimore). A la manera del periodismo gonzo, trataron con los yonquis, presenciaron el parto de una de las chicas relacionadas con ellos, vieron morir a gente a la que habían tomado cariño… Después de ese año la investigación continuó: se mantuvieron en contacto con los protagonistas, siguieron tomando notas y escuchando sus historias.

A raíz del éxito de The Wire, el libro se reeditó con un prefacio muy esclarecedor en el que ambos autores cuentan lo que ocurrió desde entonces (1993) hasta ahora, lo que ha sido de los personajes reales: unos murieron, otros se recuperaron, la mayoría continúa apostada en la esquina, que es el punto de venta y el lugar donde pasan el día y parte de la noche. Si tuviera que elegir entre Homicidio y La esquina, me quedaría con el primero: no por la prosa, que es excelente en ambos, sino porque las pesquisas de la poli suelen ser más emocionantes. Aunque en La esquina (rodaron una serie basada en el libro, por cierto) no faltan la sordidez ni la crudeza: nos habla de gente con una esperanza de vida muy corta, con largas condenas a prisión, nos habla de madres con 13 años y mujeres que son abuelas a los 36 y bisabuelos que lo son a los 60. Quizá pesen un poco las 680 páginas, pero La esquina es un documento de primer orden sobre lo que sucede en el tráfico de drogas de las calles: cómo destruyen a la gente y cómo se convierten en un problema sin solución. Ahí van unos extractos:

Cuando los niños se convirtieron en la fuerza laboral, el propio negocio se infantilizó y la estructura organizativa que se impuso con la primera oleada de heroína se transformó en una nota a pie de página. En los años noventa, la esquina se basa en un modelo empresarial muy sencillo: el restaurante de comida rápida. En un entorno donde vender drogas exige tanto talento y mano izquierda como el necesario para servir hamburguesas preparadas. No hay que pensar, no hay precauciones. La esquina moderna no precisa del conocimiento práctico acumulado por las generaciones anteriores.

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En las ideas y las palabras de la esquina, los delitos menores no son delitos sino escapadas. Los que venden no son traficantes, sino proveedores. Los que compran no son colgados o yonquis –términos peyorativos que pertenecen a otros tiempos– sino “demonios de la droga”; una expresión que recoge el hambre y la devoción del perseguidor de la esquina, mucho más rica que una simple dependencia. El tipo que roba, tirotea o revienta un coche no comete un acto criminal, sino que sencillamente comete un acto. Vender una bolsa de droga adulterada a un amigo, o robar el alijo que tu primo guarda en su dormitorio no es una traición, sino un toma y daca. Cuando uno hace este tipo de cosas se limita a jugar el juego y cuando te las hacen a ti, el otro es una rata de alcantarilla drogadicta, un hijo de puta sin sentimientos ni conciencia.

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Tocar fondo es lo peor que puede pasarle a un adicto, peor que cualquier paliza en un callejón, peor que estar esposado ante un carcelero de distrito cabreado mientras algún patrullero recién salido de la academia de policía convierte el insignificante hecho de que lleves cinco ampollas en un cargo por tráfico de drogas. Peor aún que estar sentado en una de esas sillas de plástico de la sala de urgencias del Hospital Universitario, medio escuchando a un residente que te pone en la mano el número de teléfono y la dirección de la clínica, mientras te asegura todo el rato que, con los cuidados adecuados, aún podrás sacarle algunos años buenos a tu cuerpo. Como soldado, hace mucho que aprendiste a soportar las palizas y los arrestos. Un hígado destrozado, una endocarditis, el Virus, son cosas que se dan por supuestas, gajes del oficio en la ruta hacia el olvido. Al final, acabas considerando todos esos percances –si es que llegas a considerarlos– como nuevas y viables razones para seguir confiando en la Regla Uno y conseguir tu chute. Joder, nadie es perfecto, has aprendido a decirte. Nadie vive para siempre.   


[Traducción de Andrés Silva, Lorenzo Díaz, Carlos Valdés, Inga Pellisa y María del Puerto Barruetabeña]