lunes, septiembre 26, 2011

Una novela francesa, de Frédéric Beigbeder


Éste es uno de los mejores libros de Beigbeder junto a El amor dura tres años. Luego le seguirían Windows on the World y 13’99 euros. A la fluidez de la prosa de Beigbeder, creo que ya lo dijimos por aquí hace años, se une un talento especial para la píldora, la frase certera que golpea y que está a medio camino entre el aforismo y el slogan publicitario. Yo siempre anoto muchas frases de este autor, y posiblemente Una novela francesa haya sido el libro del que más notas he tomado.

Las horas que pasó en los calabozos de la policía de París en 2008, tras ser detenido por esnifar cocaína en la calle, le sirven a Beigbeder, más autobiográfico que nunca, para mirar hacia atrás y hablarnos de su infancia y de su familia, incluso de sus abuelos y bisabuelos. A veces, cuando uno está atrapado por las circunstancias es cuando recupera las huellas de quien fue antaño. Así, pasamos brevemente por el divorcio de sus padres, la relación competitiva con su hermano, el nomadismo con la madre tras la separación del padre, las fiestas que da éste último, las primeras chicas, los primeros descubrimientos, la localidad de Guéthary como origen y conclusión de todo, las películas y las canciones y los libros que amó en su adolescencia (y aquí he de decir que coincidimos a menudo, ya que él nació en el 65 y yo en el 72 y se nota que hemos consumido más o menos los mismos productos culturales). En este libro Beigbeder se desnuda de verdad, afronta su vejez, se vuelve más humano y menos frívolo, acepta que el futuro es su hija y que ella, tras sus propios divorcios, es lo más importante de su vida. Algunas anotaciones:

Mi única esperanza al iniciar tamaña zambullida es que la escritura haga revivir la memoria. La literatura se acuerda de lo que nosotros hemos olvidado: escribir es leer en uno mismo. La escritura reaviva el recuerdo; se puede escribir igual que se exhuma un cadáver. Todo escritor es un ghostbuster, un cazador de fantasmas.

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Hace más de veinte años que practico esta deriva nocturna. Es mi deporte favorito, el de los viejos que se niegan a envejecer. No es nada fácil ser un niño prisionero en un cuerpo de adulto amnésico.

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El cerebro deforma la infancia, la embellece o la denigra para volverla más interesante de lo que realmente fue.

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Supongo que cualquier vida tiene tantas versiones como narradores: cada cual posee su verdad. Precisemos de entrada que estas páginas sólo expondrán la mía. De todos modos, a los cuarenta y dos años ya no viene a cuento quejarse de la propia familia. A estas alturas, ya no tengo elección: he de recordar para envejecer.

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Una vida de familia es una retahíla de comidas deprimentes en las que todo el mundo repite las mismas anécdotas humillantes y los mismos automatismos hipócritas, en las que se toma por un vínculo lo que no es más que una lotería del nacimiento y ritos de la vida en comunidad. Una familia es un grupo de personas que no logran comunicarse, que se interrumpen ruidosamente, se exasperan unas a otras, comparan los diplomas de sus hijos y la decoración de sus casas, y se reparten la herencia de sus padres mientras los cadáveres están aún calientes. No comprendo a la gente que considera la familia un refugio cuando está claro que reaviva los pánicos más profundos. Para mí, la vida empezaba cuando uno abandonaba su familia.

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Desde entonces, no he cesado de utilizar la lectura como un medio para hacer desaparecer el tiempo, y la escritura como un medio para retenerlo.

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El ser humano es un explorador; posiblemente, a partir de cierta edad, deja de mirar adelante y da media vuelta. Si se ha reproducido, dispone de una guía para revisar su pasado.

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Cuando yo era pequeño, nadie se abrochaba el cinturón en el coche. Todo el mundo fumaba en todas partes. La gente bebía a morro mientras conducía y hacía slalom con la Vespa sin casco. Me acuerdo del piloto de Fórmula 1 Jacques Laffitte conduciendo el Aston Martin de mi padre a 270 km/h para inaugurar la nueva autopista entre Biarritz y San Sebastián. Todo el mundo follaba sin condón. Se podía mirar a una mujer, abordarla, intentar seducirla, acaso rozarla, sin arriesgarse a ser tomado por un criminal. La gran diferencia entre mis padres y yo: durante su juventud, las libertades aumentaban; durante la mía, no han hecho más que disminuir año tras año.

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Los libros son una manera de hablar a aquéllos a quienes somos incapaces de hablar.


[Traducción de Francesc Rovira]