Llego a la estación antes de la hora de salida del tren. Es treinta de Diciembre y se nota el final de casi todo. Las luces son más amarillas y cálidas, estreno abrigo y voy a pasar el último día del año con alguien que quiero y que ha estado ausente más tiempo del deseado. Siento una extraña sensación de fluidez, de mecanismo suizo bien calibrado. De vez en cuando todo vuelve a tener sentido. Estoy leyendo De Amor y Hambre, de Julian Maclaren-Ross, y de una forma casi biológica he absorbido el personaje. Me resulta sencillo mimetizar a un vendedor inglés de aspiradoras que se enamora en 1939 de quien no debe. No tengo un duro, las mujeres me fascinan y afronto mis problemáticas situaciones con bastante dignidad. Me fumo el último cigarro mientras que jugueteo con un paraguas, miro el reloj y siento, sé, que tengo que llegar al final de mi viaje para cerrar un círculo con demasiadas aristas.
Hace 11 horas