Cuando mi padre era joven y consiguió el último de sus dos trofeos –aunque pueda parecer extraño hoy en día, por su oficio de soldador–, decidió que todavía no era el mejor momento para fotografiarlos. De ese modo lo explicó mi madre años después, cuando me lo contó.
Yo no había nacido aún. Así que mi padre aguardó hasta que lo hice, limpiando durante meses su metal brillante con algodón de droguería y mucha paciencia. Un poco más tarde, cuando ya conseguía sentarme, y elegida una escena entre varias que se le habían ocurrido, me llevó a un estudio del barrio y me hizo colocar sobre una mesa con una copa a cada lado, sosteniendo su brazo tras mi espalda para que me mantuviese firme. Cuando la miro, imagino que en esa fotografía él me vería como una especie de trofeo.