No tenía ganas de escucharlos, así que siguió perdiendo el tiempo y retrasándose, yendo a ninguna parte, yendo a todas partes. Al fin y al cabo, en California del Sur no importaba adónde fueras; la misma hamburguesería MacDonald’s aparecía una y otra vez, como una cinta sin fin que daba vueltas a tu alrededor cuando pretendías ir a alguna parte. Y cuando al fin te daba hambre y entrabas en el MacDonald’s y comprabas una hamburguesa MacDonald’s, era la misma que te habían vendido la última vez y la vez anterior y así sucesivamente, desde antes de que nacieras, y además había mala gente –mentirosos– que decían que estaba hecha de mollejas de pavo.
Según el rótulo, ya habían vendido la misma hamburguesa original cincuenta billones de veces. Se preguntó si habría sido a la misma persona. La vida en Anaheim, California, era en sí misma un anuncio publicitario, repetido interminablemente. Nada cambiaba; sólo se extendía más y más, como un cieno de neón. Los objetos que cada vez abundaban más se habían congelado hasta la permanencia hacía mucho tiempo, como si la fábrica automática que los producía dificultosamente se hubiera atascado en la posición de encendido. Cómo la tierra se convirtió en plástico, pensó, recordando el cuento de hadas “Cómo la tierra se convirtió en sal”. Algún día, pensó, será obligatorio que todos vendamos la hamburguesa de MacDonald’s además de comprarla; nos la venderemos unos a otros para siempre desde nuestra sala de estar. De ese modo ni siquiera tendremos que salir.
Philip K. Dick, Una mirada a la oscuridad