Ballard es sinónimo de calidad, de ballardiano, de distopías y de mundos en los que la desolación ha alcanzado al paisaje emocional (hombres sin tiempo, tipos atrapados en sí mismos) y al paisaje urbano (moteles vacíos, vehículos carcomidos por la vegetación, piscinas desatendidas, parques de atracciones en ruinas). Ballard equivale a literatura con mayúsculas y quien no lo crea puede leer algunas de sus obras: Crash, El imperio del sol, La exhibición de atrocidades, Guía del usuario para el nuevo milenio, Milagros de vida o los imprescindibles cuentos de Fiebre de guerra. Yo lo leo de vez en cuando y lo seguiré leyendo, su lectura sirve para reflexionar y para ampliar horizontes.
En Fiebre de guerra no hay platillos volantes ni pistolas de rayos ni extraterrestres. La ciencia-ficción de Ballard contiene menos elementos futuristas e inventados y por eso da más miedo. Por ejemplo: en La historia secreta de la Tercera Guerra Mundial nadie se ha enterado de la misma (que dura 4 minutos de hostilidades) no por su brevedad, sino porque los medios camuflan las noticias bélicas en una abundancia de informes sobre la salud de Reagan en un hipotético tercer mandato, creando esas cortinas de humo que hoy también nos afectan; en Amor en un clima más frío, la gente ha dejado de mantener relaciones sexuales por las mutaciones del virus del SIDA, así que el gobierno y la iglesia obligan a los ciudadanos jóvenes a procrear durante un período obligatorio de 2 años; en El espacio enorme, un tipo decide encerrarse en casa para siempre, convirtiéndose en una especie de Robinson Crusoe doméstico, de modo que la luz y su percepción de los objetos se amplíen; en El desastre aéreo, un reportero busca los restos de un avión que acaba de estrellarse en México y se topa con siniestros poblados de hombres primitivos y escondidos en las montañas; en El parque temático más grande del mundo, Europa se convierte en una sociedad totalitaria que sólo rinde culto al ocio, con hordas de ciudadanos que se alojan en la Costa del Sol y se niegan a volver a sus casas y a sus trabajos, creando un desorden de efectos imprevisibles.
Y luego están esos relatos que Ballard arma con unos pocos elementos, demostrando de nuevo su habilidad para contar una historia eludiendo los patrones habituales: en Respuestas a un cuestionario nos enteramos de lo que sucede ante esas respuestas, de las que nos han hurtado las preguntas, que no son necesarias para la comprensión del relato; en Notas hacia un colapso mental se desvelan las razones de un asesinato mediante la explicación de las 18 palabras de la sinopsis de esas notas; y en El índice encontramos el índice temático de citas de la autobiografía de un hombre afamado del siglo XX, porque esa relación es lo único que se conoce de su autobiografía.
Son los relatos de un genio, obsesionado por el poder de los gobiernos, por el tiempo y por el espacio. Mientras espero a que aparezcan traducidos sus Cuentos completos (en algún sitio leí que los publicaría Mondadori), leo y releo estas historias sorprendentes:
Para entender este extraño mundo donde el sexo ha llegado a ser obligatorio, se debe volver la vista a los estragos causados en la última década del siglo XX por el azote del sida y las enfermedades pandémicas asociadas a su virus eternamente mutable. A mediados de la década de 1990 esta feroz plaga había comenzado a amenazar algo más que las vidas de millones de individuos. Las instituciones del matrimonio y la familia, los ideales de paternidad y el contrato social entre sexos, incluso las relaciones físicas entre hombre y mujer, habían sido corrompidas por esta enfermedad cruel. Aterrorizados ante la posibilidad de infección, la gente aprendió a abstenerse de cualquier clase de contacto físico o sexual.
[Traducción de Javier Fernández y David Cruz]