viernes, junio 11, 2010

Los 13 relojes, de James Thurber



Un cuento delicioso. De vez en cuando me da por leer los cuentos y las novelas que los adultos dedican a los lectores infantiles y juveniles, pero hacía tiempo que un texto de este género (narrativa infantil) no me fascinaba tanto. No sé si lo he leído por ahí, o se me ocurrió a mí durante su lectura, pero el caso es que encuentro paralelismos entre Los 13 relojes y La princesa prometida, la novela de William Goldman. Es obvio que fue Goldman quien inspiró en Thurber, pues su Princesa es posterior. Arranca de manera clásica y luego nos cuenta la historia de un duque cojo, tuerto y malicioso que impone pruebas imposibles a los pretendientes de su sobrina. El duque, habitante del Castillo del Ataúd, mató al Tiempo en sus dominios, al lograr detener los 13 relojes de sus aposentos. Sólo existe el Entonces, nunca el Ahora. Hasta que llega el príncipe Zorn y se propone superar dichas pruebas.

Los 13 relojes es un cuento largo en el que cohabitan lo extraordinario y lo humorístico. Cuando Gólux dice que conoce a una mujer que llora joyas en vez de lágrimas y Zorn dice que es demasiado extraordinario para ser cierto, el otro responde: No veo por qué. Incluso la humilde ostra hace perlas sin tener ojos ni manos ni utilizar herramienta alguna, y las perlas son joyas. Y la ostra no es más que una masa de tragaderas, y una mujer es una mujer. Esta traducción, editada por Ático de los Libros, contiene unas palabras iniciales de Thurber, los dibujos originales de Marc Simont y un entusiasta prólogo de Neil Gaiman. Puede que se lo compres a tu hijo, pero lo acabarás devorando tú de una sentada:

Había una vez, sobre una colina solitaria, un castillo tenebroso con trece relojes parados en el que vivían un duque frío y agresivo y su sobrina, la princesa Saralinda. Ella era cálida, soplase el viento del norte o del sur, pero él era siempre frío. Tenía las manos tan frías como su sonrisa y casi tanto como su corazón. Llevaba guantes para dormir y guantes mientras estaba despierto, por lo que le costaba recoger alfileres o monedas o las semillas de algunas frutas o arrancarles las alas a los ruiseñores. Era muy alto, no demasiado viejo e incluso más frío de lo que él creía ser. Sobre un ojo llevaba un parche de terciopelo, el otro le relucía tras un monóculo, así que parecía que la mitad de su cuerpo estaba más cerca de uno que la otra. Perdió un ojo a los doce años, pues le gustaba escudriñar nidos y madrigueras en busca de aves y animales que malherir. Una tarde una mamá alcaudón le hirió a él antes. Las noches las pasaba soñando cosas malvadas y los días los perdía en perversas maquinaciones.


[Traducción de Joan Eloi Roca]