La voz de Lila es una novela erótica, una historia de amor, una descripción de los barrios árabes de París y sus miserias y sus disturbios callejeros, un retrato de la escritura y todo ello a la vez.
He vuelto a releer este libro, después de unos 15 años, con la misma fascinación de antaño. Incluso me han interesado aspectos que, entonces, me preocuparon menos: como los denodados esfuerzos del protagonista, el enigmático Chimo, por escribir en unos cuadernos, a mano, metido en un descampado y a la luz de las velas; o los disturbios parisinos que años después vimos por la tele, con los desfavorecidos quemando los coches. Este es, también, un libro sobre el poder de la palabra. Lila (un ángel con lengua de puta: es la certera descripción del narrador) es una Sherezade adolescente que cuenta historias guarras al escritor pobre y en ciernes, y éste las vuelca en el papel.
Hay músculo en estas páginas, hay una prosa que se lee con la facilidad con la que leíamos la narración de Holden Caulfield, hay una apuesta por decir las cosas con naturalidad y sin tapujos: es la osadía de quien escribe como si no tuviera nada que perder ni nada que demostrar, con esa libertad sana y envidiable que poseen los muchachos del suburbio.
Esta edición de Libros del Silencio, que recupera el texto magníficamente traducido por Ignacio Vidal-Folch, mejora al original: el volumen es exquisito, la portada es superior y las páginas, más grandes, permiten una lectura o una relectura cómoda. Leamos un trozo:
Yo digo que esto no, no me lo creo. Quemas un autobús, cuatro coches y te cargas una docena de escaparates, pero chico, lo siento, no es la guerra que pensabas. Lo que quemas es lo que te mola y nunca podrás tener. Nunca podrás tenerlo así que lo quemas, está ahí al alcance de la mano pero no en tu mano, hay una pequeña diferencia. Pero si tú te crees que llevas la antorcha que va a incendiar Francia, eres el mosquito que decía le declaro la guerra al elefante, sólo que el gordo de la trompa si no tiene tele ni siquiera se entera.
Lo que sí puede decirse, en eso estoy de acuerdo, es que los polis a los que de todas maneras se la suda y que a menudo viven en el suburbio, siempre se ocupan mucho de chorradas, una pequeña manifa para que arreglen las canastas de baloncesto y te contestan con gas, no exagero, mientras que a los camellos los ves sueltos campando libres como conejos cuando no es temporada de caza, y las armas también circulan sin problemas, te juro que puedes encontrar un kalashnikov en buen estado a menos de trescientos metros de cualquier lugar.
Nuestra existencia se para por la mañana y al día siguiente se repite. No es estado de guerra, estado de alerta, es la larga espera de nada, cada día envejeces para nada.
[Traducción de Ignacio Vidal-Folch]
He vuelto a releer este libro, después de unos 15 años, con la misma fascinación de antaño. Incluso me han interesado aspectos que, entonces, me preocuparon menos: como los denodados esfuerzos del protagonista, el enigmático Chimo, por escribir en unos cuadernos, a mano, metido en un descampado y a la luz de las velas; o los disturbios parisinos que años después vimos por la tele, con los desfavorecidos quemando los coches. Este es, también, un libro sobre el poder de la palabra. Lila (un ángel con lengua de puta: es la certera descripción del narrador) es una Sherezade adolescente que cuenta historias guarras al escritor pobre y en ciernes, y éste las vuelca en el papel.
Hay músculo en estas páginas, hay una prosa que se lee con la facilidad con la que leíamos la narración de Holden Caulfield, hay una apuesta por decir las cosas con naturalidad y sin tapujos: es la osadía de quien escribe como si no tuviera nada que perder ni nada que demostrar, con esa libertad sana y envidiable que poseen los muchachos del suburbio.
Esta edición de Libros del Silencio, que recupera el texto magníficamente traducido por Ignacio Vidal-Folch, mejora al original: el volumen es exquisito, la portada es superior y las páginas, más grandes, permiten una lectura o una relectura cómoda. Leamos un trozo:
Yo digo que esto no, no me lo creo. Quemas un autobús, cuatro coches y te cargas una docena de escaparates, pero chico, lo siento, no es la guerra que pensabas. Lo que quemas es lo que te mola y nunca podrás tener. Nunca podrás tenerlo así que lo quemas, está ahí al alcance de la mano pero no en tu mano, hay una pequeña diferencia. Pero si tú te crees que llevas la antorcha que va a incendiar Francia, eres el mosquito que decía le declaro la guerra al elefante, sólo que el gordo de la trompa si no tiene tele ni siquiera se entera.
Lo que sí puede decirse, en eso estoy de acuerdo, es que los polis a los que de todas maneras se la suda y que a menudo viven en el suburbio, siempre se ocupan mucho de chorradas, una pequeña manifa para que arreglen las canastas de baloncesto y te contestan con gas, no exagero, mientras que a los camellos los ves sueltos campando libres como conejos cuando no es temporada de caza, y las armas también circulan sin problemas, te juro que puedes encontrar un kalashnikov en buen estado a menos de trescientos metros de cualquier lugar.
Nuestra existencia se para por la mañana y al día siguiente se repite. No es estado de guerra, estado de alerta, es la larga espera de nada, cada día envejeces para nada.
[Traducción de Ignacio Vidal-Folch]