viernes, junio 18, 2010

Diarios (1999 – 2003), de Iñaki Uriarte



He estado en la cárcel, he hecho una huelga de hambre, he sufrido un divorcio, he asistido a un moribundo. Una vez fabriqué una bomba. Negocié con drogas. Me dejó una mujer, dejé a otra. Un día se incendió mi casa, me han robado, he padecido una inundación y una sequía, me he estrellado en un coche. Fui amigo de alguien que murió asesinado y fue enterrado por los asesinos en su propio jardín. También conocí a un hombre que mató a otro hombre, y a uno que se ahorcó. Sólo es cuestión de edad. Todo esto me ha sucedido en una vida en general muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos.

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A nada de lo que he hecho luego para ganar algún dinero le puedo llamar en serio trabajar. A aquellas tardes en la Biblioteca del Carmen, en Barcelona, o a aquellas noches en el servicio de documentación del periódico Pueblo, en Madrid, redactando enciclopedias, no las puedo considerar estrictamente como tiempo de trabajo. A lo que he hecho en Bilbao más tarde para El Correo, menos. Nunca he tenido un salario, ni horarios, ni he estado en nómina. Nunca he sido “un verdadero ciudadano de la sociedad política capitalista”. Y esto ha tenido muchas ventajas y algunos inconvenientes.

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No es nada difícil que un cualquiera consiga escribir un poema que se parezca a los de los buenos poetas. Un poco más complicado es que logre un cuento de cierta calidad. Pero escribir una novela es algo reservado a muy pocos.

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Oneto se escandaliza en TV al conocer el dato de que Occidente gasta igual cantidad de dinero en alimentar a las mascotas que en subvenir a las necesidades de los hambrientos en el tercer mundo.
Yo miro a Borges [el gato de Iñaki] y rezongo a la pantalla que, con lo que cuestan la corbata y la camisa que lleva puestas hoy el figurín de Oneto, se podría alimentar durante por lo menos un año a una docena de gatos callejeros.

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Siempre estoy del lado del hijo cuando algún padre se queja de que el suyo no se va de casa a trabajar, a ganarse el pan como todos, a luchar por la vida. ¿A luchar por la vida? Si sabías que venía a “luchar”, ¿por qué lo has traído? No estoy haciendo teoría. Yo siempre conté con que mis padres me proporcionarían comida, casa y algo de dinero en un caso de apuro. Me parecía que era su deber y no un capricho mío. Estar convencido de tener ese derecho me dio mucha seguridad.

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Al meterme en la cama la primera noche que duermo en Bilbao después de una estancia en Benidorm, me sobrecoge el silencio. Allí vivimos prácticamente en la calle, al aire libre, en un segundo piso, con unos grandes ventanales abiertos por los que se ve continuamente pasar a la gente y llegan todo tipo de ruidos. Aquí no hay nada de eso, es como si nuestro dormitorio fuera un refugio antinuclear, una tienda de campaña plantada en el desierto, una cápsula espacial alejada de cualquier síntoma de vida. Da al patio y lo que hay es un silencio estremecedor, como de ataúd. “Bienvenidos a la civilización”, nos ha dicho Luis, sin embargo, al llegar.