Por la mañana el hombre y la mujer estaban sentados en los escalones del portal de su casa. No querían moverse de allí.
Con regularidad metronómica él los miraba a través del cristal de la puerta de la calle.
No se habían ido al oscurecer; y se preguntó cuándo dormirían o comerían o harían sus obligaciones.
Al amanecer seguían allí sentados. Y sentados siguieron, aguantando sol y lluvia.
Al principio sólo los vecinos más cercanos llamaban para preguntar:
–¿Quiénes son?, ¿qué es lo que hacen ahí?
Él no lo sabía.
Luego llamaron también vecinos de casas más lejanas. Y la gente que pasaba por la calle y se fijaba en la pareja.
Él nunca oyó al hombre y a la mujer decirse una sola palabra.
Cuando empezó a recibir llamadas de toda la ciudad, de extraños y hasta de concejales, de profesionales y oficinistas, de basureros y de criados y de mozos para todo, y del cartero, que tenía que esquivarlos para poder entregar las cartas, se dio cuenta de que no iba a tener más remedio que hacer algo.
Les dijo que se fueran.
Ellos ni le contestaron. Siguieron sentados. Le miraban, indiferentes.
Él dijo que iba a llamar a la policía.
La policía les echó un sermón, les explicó los límites de sus derechos y se los llevó en el coche.
A la mañana siguiente estaban allí de nuevo.
La vez siguiente la policía dijo que los meterían en la cárcel si no fuera porque las cárceles estaban tan llenas, pero se buscaría algún otro sitio, si él insistía.
–Ese problema son ustedes quienes tienen que resolverlo –dijo él.
–No, al revés, es usted –el dijo la policía, pero se llevaron a la pareja.
Cuando él se asomó a la mañana siguiente, vio que el hombre y la mujer estaban allí, sentados en los escalones.
Siguieron sentados allí día tras día durante años.
Cuando llegaba el invierno él suponía que se morirían de frío.
Pero fue él quien se murió.
Como no tenía parientes, la casa pasó al ayuntamiento.
Y el hombre y la mujer seguían sentados allí.
Cuando el ayuntamiento amenazó con llevarse al hombre y la mujer, los vecinos y los ciudadanos entablaron una demanda contra el ayuntamiento: después de llevar allí tanto tiempo, el hombre y la mujer se merecían la casa.
Ganaron los litigantes. El hombre y la mujer se quedaron con la casa.
A la mañana siguiente aparecieron hombres y mujeres sentados en los escalones de portales por toda la ciudad.
H. E. Francis, Ficción Súbita. Relatos ultracortos norteamericanos, de Varios Autores (Edición de Robert Shapard y James Thomas)
Con regularidad metronómica él los miraba a través del cristal de la puerta de la calle.
No se habían ido al oscurecer; y se preguntó cuándo dormirían o comerían o harían sus obligaciones.
Al amanecer seguían allí sentados. Y sentados siguieron, aguantando sol y lluvia.
Al principio sólo los vecinos más cercanos llamaban para preguntar:
–¿Quiénes son?, ¿qué es lo que hacen ahí?
Él no lo sabía.
Luego llamaron también vecinos de casas más lejanas. Y la gente que pasaba por la calle y se fijaba en la pareja.
Él nunca oyó al hombre y a la mujer decirse una sola palabra.
Cuando empezó a recibir llamadas de toda la ciudad, de extraños y hasta de concejales, de profesionales y oficinistas, de basureros y de criados y de mozos para todo, y del cartero, que tenía que esquivarlos para poder entregar las cartas, se dio cuenta de que no iba a tener más remedio que hacer algo.
Les dijo que se fueran.
Ellos ni le contestaron. Siguieron sentados. Le miraban, indiferentes.
Él dijo que iba a llamar a la policía.
La policía les echó un sermón, les explicó los límites de sus derechos y se los llevó en el coche.
A la mañana siguiente estaban allí de nuevo.
La vez siguiente la policía dijo que los meterían en la cárcel si no fuera porque las cárceles estaban tan llenas, pero se buscaría algún otro sitio, si él insistía.
–Ese problema son ustedes quienes tienen que resolverlo –dijo él.
–No, al revés, es usted –el dijo la policía, pero se llevaron a la pareja.
Cuando él se asomó a la mañana siguiente, vio que el hombre y la mujer estaban allí, sentados en los escalones.
Siguieron sentados allí día tras día durante años.
Cuando llegaba el invierno él suponía que se morirían de frío.
Pero fue él quien se murió.
Como no tenía parientes, la casa pasó al ayuntamiento.
Y el hombre y la mujer seguían sentados allí.
Cuando el ayuntamiento amenazó con llevarse al hombre y la mujer, los vecinos y los ciudadanos entablaron una demanda contra el ayuntamiento: después de llevar allí tanto tiempo, el hombre y la mujer se merecían la casa.
Ganaron los litigantes. El hombre y la mujer se quedaron con la casa.
A la mañana siguiente aparecieron hombres y mujeres sentados en los escalones de portales por toda la ciudad.
H. E. Francis, Ficción Súbita. Relatos ultracortos norteamericanos, de Varios Autores (Edición de Robert Shapard y James Thomas)