Demoledora. Michael Haneke, analista de la violencia y la maldad del hombre, ha rodado su particular Novecento: la lucha de clases, la vida y la convivencia entre los jornaleros y los terratenientes, el clima de opresión en un pueblo de Alemania, en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial. El amo machaca a los agricultores y estos, casi siempre padres de familia, la pagan con sus hijos mediante palos y castigos, y sus hijos canalizan su odio hacia quienes son distintos o están indefensos. “Los hijos pagan los errores de los padres”, se lee en una nota escrita por mano anónima. Esos muchachos, rubios y siniestros como los niños de El pueblo de los malditos, son criados con azotes, represiones y una estricta educación católica, y en algunos casos sometidos a prácticas incestuosas. Aunque Haneke nunca apunta culpables, sólo sugiere, es evidente que los niños retratados, absorbidos ya por el odio y la crueldad, formarán parte del nazismo. Su fotografía, espléndida por cierto, recuerdo mucho a las cintas de Dreyer; pero los caminos de Haneke (y sus intenciones) son otros.
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