viernes, noviembre 27, 2009

Última salida para Brooklyn, de Hubert Selby Jr.


He vuelto a releer este libro. Entre otras razones, porque estos días publican, por fin, Réquiem por un sueño (Sajalín Editores) y quiero ver las diferencias y similitudes entre ambos. Este libro es una bomba. Áspero, crudo, retorcido, con pasajes difíciles de digerir por la violencia que describe. Selby nos retrata las vidas de varios personajes sórdidos y brutales que pululan siempre en torno al bar El Griego, y lo hace a través del enlace de seis historias en las que algunos de esos personajes reaparecen. Golfas, maltratadores, borrachos, travestíes, violadores, locas, mangantes, torneros, sindicalistas y gamberros se cruzan en torno a Brooklyn. No es el Brooklyn de las películas, ni siquiera las de la mafia: es más hostil y despiadado.

Casi todos los personajes están frustrados, quieren otra cosa: el sindicalista que detesta a su mujer y desea en secreto a los maricas; el tipo que prefiere salir de juerga y emborracharse antes que cuidar de sus hijos; el travesti enamorado de un hombre rudo; el vago que prefiere a cualquier tirada antes que a su mujer. Y esa frustración acaba degenerando en violencia, sea verbal o física.

Selby llena esta novela clásica, rompedora y polémica, de fanfarrones que pegan a sus mujeres, de gente miserable que sólo entiende el lenguaje de los puños y los insultos. Es asombroso su dominio del ritmo, según lo requiera la narración: frases breves, como telegramas; y oraciones kilométricas. En el texto se mezclan la narración, los diálogos y los pensamientos de una manera que nunca confunde y siempre sorprende.

Hace años compré la edición de Anagrama, pero (y sé que esto a algunos les puede parecer una pijada) apenas tiene márgenes, hay poco espacio en blanco en la página y la lectura asfixia más en un texto ya de por sí asfixiante. Meses atrás compré esta otra edición, la de abajo, con pastas duras y márgenes correctos, publicada por Círculo de Lectores. La he disfrutado más ahora. Os dejo un fragmento de la historia de la prostituta Tralala:



Anduvo de un bar a otro estirándose el vestido y echándose agua a la cara de vez en cuando antes de dejar el cuarto de un hotel. Bebía sin parar y ni siquiera miraba sino que sólo decía sí, sí, qué coño, y tendía el vaso hacia el barman y a veces ni veía la cara del borracho que la invitaba y se frotaba contra su vientre o sollozaba apoyado en sus tetas; se limitaba a beber, luego a quitarse la ropa y a abrirse de piernas y luego a abandonarse al sueño o a la modorra de la borrachera. Pasó el tiempo…, meses, puede que años, quién sabe, y el vestido había desaparecido y sólo le quedaba una falda y un jersey destrozado y los bares de Broadway se habían convertido en los bares de la Octava Avenida, pero de esos bares, con sus putas, chulos, maricones y demás, pronto la echaron a patadas y el linóleo del suelo se volvió madera y luego la madera estaba cubierta de serrín y Tralala pasaba horas con una cerveza en un garito del puerto, insultando a todos los hijoputas que se la follaban y yéndose con cualquiera que la mirase o que tuviera un sitio donde tumbarse. La luna de miel se había terminado y ella seguía estirándose el jersey aunque ya no hubiera nadie que la mirase. Cuando amanecía, después de una noche pasada en un cuarto miserable con un miserable, entraba en el bar más cercano y se quedaba allí hasta la próxima oferta. Pero todas las noches enseñaba sus tetas y buscaba a alguien con pasta, despreciando a los malditos borrachos, pero los jodidos vagabundos sólo miraban sus cervezas y ella esperaba a alguien con pasta que tuviera cincuenta centavos de sobra para invitarla a una cerveza a cambio de un polvo y saltaba de tugurio en tugurio volviéndose más y más sucia y más y más miserable.