La noche del martes, cuando llegamos al aeropuerto, nos recogió un taxista extraño. Amable y risueño, caminaba de una manera rara. Imaginen a un tipo al que, habiendo cortado los pies, hubiera aprendido a andar sobre los muñones, en una especie de equilibrio suicida. Así era este hombre, pero con pies (calzados con deportivas). Desde entonces hemos visto muchas cosas, que anoto aquí de forma telegráfica. La casa donde nació Franz Kafka. La estatua que reproduce al escritor subido a hombros de un gigante sin manos ni cabeza. Un museo judío donde constan todos los nombres de las personas de Bohemia y Moravia asesinadas por el nazismo; nombres y fechas están escritos a mano, a lo largo de varios muros. El viejo cementerio judío de Josefov, en un pequeño bosque en el que se apilan las lápidas, torcidas y amontonadas como si hubiera habido un terremoto. Hemos entrado en librerías en las que abundan las traducciones de libros de Kafka, y visto su museo, en el que predomina una música siniestra y se pueden ver manuscritos, cartas y fotografías originales. Junto a la entrada hay dos K gigantes, y me hice una foto. El segundo escritor más citado y homenajeado por ahí es Jaroslav Jasek. Hemos bebido cerveza de barril, tan exquisita como cuentan (y más barata). Observamos dos veces el momento en que tocan las campanas del ayuntamiento y, junto al reloj astronómico, un esqueleto agita su cabeza mientras, por dos ventanas, van desfilando Jesús y los apóstoles. Aquí todo es raro, misterioso. Y yo sigo con frío. Por fuera, pero sobre todo por dentro, desde hace días. Apenas nada me motiva. Y, aún así, sigo adelante.
Hace 12 horas