Sin duda, Praga es una ciudad extraña. Ahora comprendo mejor la obra de Kafka, y eso que sólo he leído una parte. En el museo sobre el escritor checo había una reproducción en miniatura de la espeluznante máquina del relato En la colina penitenciaria, ese aparato que grababa la sentencia con agujas en la piel del reo. No permitían hacer fotos y tampoco he encontrado la imagen en internet, pero es tal y como la imaginaba. Su autor es David Cerny. Paseamos por la Callejuela de Oro, con casas de cuento, en una de las cuales K. escribió Un médico rural. Hasta ahora, los cancerberos de los museos, las taquilleras y algunas camareras me han parecido hoscos, un poco bordes. En U Zavesenyho Kafe comimos el plato más extraño del planeta, llamado Pivní Syr, que es un revoltijo compuesto de: queso fuerte, cebolla cruda, perejil, sardinas, pimienta, pimentón, mantequilla, mostaza y cerveza; creí que vomitaría, pero estaba bueno. En otra famosa taberna, U Fleku, los camareros te sirven jarras de cerveza negra (de elaboración propia) y un chupito de aperitivo, nada más sentarte y sin que hayas pedido; suelen insistir en que los aceptes para que la cuenta se duplique. Por allí vi a un señor que era el Golem resucitado. En Praga siempre hay algo insólito a la vuelta de la esquina. En algunos museos vimos esqueletos, aparatos de tortura, esculturas sobre gente en estado de putrefacción y cosas así. Llovió y nevó durante todo el día.
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