Guiña los ojos y mira febrilmente a sus pies. Puede ver a sus discípulos, darse cuenta de que aún no lo han abandonado y de que puede confiar en la fuerza contenida en su implacable miseria. Pero los pequeños mendigos están ahí, con su decadencia intacta; puede verlos e incluso tocarlos con las manos descarnadas. Están ahí, en cuclillas en el suelo de tierra, exponiendo al frío y a la humedad sus cuerpos de novicios supliciados. Y entre ellos hay ciegos, mancos, cojos y otros aquejados de taras irreversibles. Las paredes negras de la casucha los cubren con una sombra ominosa, absolutamente sin remedio. Abu Chawali los contempla en silencio. Luego, durante un momento, los imagina vestidos con colores chillones, con las caras limpias, sonrientes, todos parecidos a verdaderos niños de verdaderos hombres. Pero esa visión grotesca lo hiela de espanto y lanza, haciendo temblar el camastro, los insultos rituales:
-Hijos de perra, malditos. ¿Acaso venís aquí a dormir? Vamos, despertad, la clase comienza.
-Hijos de perra, malditos. ¿Acaso venís aquí a dormir? Vamos, despertad, la clase comienza.