En el Bayadoliz de Balborraz, garito al que he acudido con frecuencia en los últimos días, el botellín de Heineken te sale a un euro. Para quienes vivimos fuera, ese precio es un lujo. No te digo lo que cuesta una Heineken en Madrid. Me dio por observar la lista de precios de las botellas de cerveza y estaban por el estilo: un euro, dos euros y por ahí, siendo la más cara la Judas, una cerveza riquísima. No obstante, estaba por los tres euros o los tres euros con cincuenta céntimos, si mal no recuerdo. Allí, en ese bar, vi un cartel que no había visto antes y que me llamó la atención. Es una parodia de las advertencias que vienen ahora en los paquetes de tabaco (“Fumar puede matar”, etcétera), y pone: “Zamora provoca adicción”. Me gustó. Me parece un lema adecuado para promocionar la ciudad. Y lo bueno del lema es que no explica por qué, no da razones y así el turista tiene que encargarse de averiguarlo. Bajo esa frase se encierran una propuesta y una incógnita.
Desde luego, esa adicción no obedece sólo a cuestiones de precios. Pero hoy estamos hablando de precios. En estos tiempos es inevitable. En la actualidad, incluso la gente que va mejor vestida que tú te para por la calle para pedirte un euro. Ni siquiera te piden ya diez o veinte céntimos, no. La gente va a lo grande: un euro, por la patilla. Tal vez porque hemos olvidado su equivalente en pesetas. En mi ciudad no pasa tan a menudo, pero en Madrid es difícil dar un paso sin que te asalten para pedirte dinero, fuego, dinero, tabaco, dinero. Hace unos días estuvo por Zamora una de mis primas, que vive en Italia, y se trajo a su novio, un buen tipo que es italiano, que tiene un gran corazón y que siempre me proporciona ratos de humor y conversaciones agradables. Este italiano suele venir aquí dos o tres veces al año y no suele perderse la fiesta de Nochevieja. La otra noche nos dijo que iba a intentar convencer a algunos de sus colegas italianos para que se vinieran a pasar la Nochevieja a Zamora. Porque, entre otros motivos, sabía que iban a alucinar cuando supieran que una copa, en algunos bares, te sale a cuatro euros o a cuatro con cincuenta. A mediados de agosto estuvimos en una terraza de Madrid tomando unas claras con limón junto a unos colegas, y al final nos cobraron cuarenta y tantos euros. Nos dieron ganas de preguntarle al camarero: “Oiga, ¿qué hemos roto?”, pero la culpa es nuestra por olvidar que allí te clavan en muchos sitios.
En ocasiones, cuando vamos a tapear por mi ciudad o cuando cenamos en los bares, todo lo paga una sola persona. “¿Cuándo te debemos?”, suele preguntarle alguien. Y la respuesta invariable es: “Nada, hombre. Con estos precios os invito yo a todos. Esto es baratísimo”. Esto me empuja a recordar las bodegas de El Perdigón. Llevo bastantes años sin ir y tendré que remediarlo una noche de estas. Allí te dabas un atracón de carne, ensalada y chorizo por cuatro perras. Ignoro los precios actuales de las bodegas del pueblo, pero ya digo que hace tiempo que no voy. Para los próximos meses tengo previsto hacer dos o tres viajes al extranjero y sé que me van a clavar cada vez que pida un café o una cerveza. Y ya no te cuento si me da por pedir una copa. Recuerdo las copas de Londres y de Estrasburgo. Te sirven lo que llaman “el trago”, que es alcohol servido en un vaso de dimensiones ridículas porque el que te soplan una pasta gansa. Son copas como para pitufos. Y en realidad lo que estás pagando es el hielo y el refresco, porque licor apenas te echan.