viernes, julio 17, 2009

Estación de servicio

Una gasolinera a mitad de camino, en dirección hacia Zamora. Paramos a repostar. Al salir del coche veo poca gente (no falta mucho para la hora de comer). Sólo se oye la radio, el sonido de la misma sale por los altavoces exteriores de la estación de servicio. No está a demasiado volumen. Hace calor. Ese silencio de mediodía, roto por el motor de algún vehículo lejano pasando por el otro lado de la autopista y por la radio, sintonizada en una emisora en la que pinchan canciones lentas, no es muy distinto de lo que yo entiendo por el sosiego de las piscinas en algunos días de verano. Quiero decir: que la impresión, al salir del coche, no es muy distinta a la que uno tenía a la hora de comer el bocadillo, cuando pasaba el día entero en la piscina. Esa hora tranquila en la que suele haber, como mucho, un chiquillo en el agua. El resto de los bañistas suele estar echando la siesta o terminando de comer. Porque eso es lo que siempre le llegaba a uno, en esas horas: el sonido de una radio, a no demasiado volumen. La radio de la cafetería, o la radio del bar, o la radio de los vestuarios, dependiendo de la piscina. Nadie escuchaba las canciones y al final se convertía en un agradable ruido de fondo, como cuando estamos en casa, solos, y nos da por poner la televisión para que haya una especie de música de ambiente.
Camino hasta la estación de servicio a comprar algo. En un minuto, justo desde que bajé del coche, y gracias a esa radio que se escucha de fondo, me he ido al tiempo de mediodía de las piscinas. Pero aquí no hay agua, no hay piscinas, únicamente un calor terrible que anuncia lo que encontraré en la ciudad. Observo a quienes despachan cafés y comidas tras la barra de la cafetería, y a quienes lo hacen tras el mostrador en el que cobran la gasolina, los periódicos y los refrescos. Me pregunto cómo se sentirán trabajando en los lugares de paso. En estos sitios a los que nadie llega para quedarse. Todos vienen y van, paran unos minutos y prosiguen su camino. Tal vez esos trabajadores tengan una sensación de movilidad, de acción, como si continuamente estuvieran ocurriendo cosas, cuando lo cierto es que sólo hay gente que entra y sale, que va y viene. Aparte de ellos, todo sigue igual.
Las estaciones de servicio, por lo general y según a qué horas del día o de la noche, parecen sitios siniestros. Unas semanas atrás, camino de Valencia, paramos en una gasolinera desierta. Era ya entrada la noche y sólo había un par de camiones aparcados por allí; tal vez sus dueños estaban durmiendo en las cabinas. Ni siquiera sonaba una radio y apenas pasaban coches por la carretera. El conjunto transmitía cierta desolación. Me acuerdo de pensar, en ese momento, en una película que da bastante mal rollo, que deja una sensación de angustia desde el principio: “Desaparecida” (“The Vanishing”). Me refiero al remake americano que hizo el director George Sluizer de su propia película. Con Kiefer Sutherland y Jeff Bridges. Al principio, una pareja (Sutherland y Sandra Bullock) llega a una estación de servicio. La chica entra a comprar y desaparece. Él la busca por los alrededores, sin encontrarla. Años después continúa su búsqueda, consciente de que alguien puede haberla secuestrado. Enseña su foto a la gente, pregunta, indaga. Y así va pasando el tiempo, mientras empieza a aceptar que quizá ella esté muerta. Ese filme recordaba muchos casos reales de gente desaparecida. De gente secuestrada por perturbados y por asesinos en serie. El personaje de Sutherland afrontaba una búsqueda desesperante por eso mismo: porque los posibles testigos estuvieron de paso.