Deberíamos promocionar Zamora, estos días de verano, como un lugar ideal de relajación y silencio. Una alternativa para quienes estén estresados del caos y del ruido de ciudades como Madrid. Una parada para tomar aire, reflexionar un poco y descansar. El sábado anterior me planteaba esto. Estuve allí, en mi ciudad, y en seguida me entró el anhelo de pasear. Un paseo antes de comer y otro tras la sobremesa. Si en Madrid salgo a la calle en torno a las tres o las cuatro de la tarde de un sábado, siempre encontraré gente en mi camino. Gente que va de compras porque a esas horas hay comercios abiertos, gente que va al curro o que sale del mismo, excursiones de turistas y pedigüeños por todas partes. En Zamora es distinto. Por eso me obstiné en dar una vuelta el sábado, tras la comida. Sé que es la peor hora. Sé que es el momento en que apenas encuentra uno una sombra y que no debería tomar el sol porque el médico me ha dicho que lo evite. Pero necesitaba el silencio de esas horas. Sólo el silencio. Llegar hasta el Parque de San Martín de Abajo y que sólo se oiga el rumor del agua de las fuentes y el canto de algún pájaro. Nada más. “El resto es silencio”, decía Hamlet un segundo antes de morir; en otras traducciones ponen “Lo demás es silencio”. Silencio en los paseos. Para que se relaje la mente.
Caminamos por la ciudad bajo un sol brutal. Pero es el momento, como digo. Más tarde, la calle se llenará de familias que quieren ir hasta La Catedral y ya no será lo mismo: entonces faltará el silencio que busco. Es la hora en la que se ven a dos o tres turistas estudiando los rincones viejos de la ciudad. Haciendo fotos, deteniéndose en los bancos de los parques a descansar de la solana, apuntando algo en sus libretas o consultando mapas arrugados, tras el intervalo de la comida. Tal vez han comido en un mesón o se han conformado con un bocadillo a orillas del río. En algún que otro banco, cerca del Castillo, veo a personas leyendo libros. Me dan envidia. Durante la caminata me revelan que, además de algunos turistas, a esa hora salen a caminar los locos y los perturbados. Al principio no me lo creo y me propongo fijarme y resulta que es cierto: por doquiera que voy, la Avenida de la Feria, el entorno de La Catedral, por Ramos Carrión o Viriato, veo a esos locos. Tipos que hablan solos. Hombres que van dando voces y que te miran desde un abismo que sólo ellos conocen. Fulanos que, a media caminata, fumando un pitillo, se detienen ante las papeleras y miran dentro y rebuscan un poco, quién sabe en busca de qué. Solitarios. Siempre solitarios. Algunos dan miedo. No falta algún yonqui que, venciendo el acoso del sol, pide algo suelto para calmar su ansiedad, aunque él no diga para qué necesita el dinero.
Es cierto cuanto me cuentan. Que a esa hora es frecuente el paseo de los raros. Se me ocurre otra alternativa: quizá ellos estén todo el rato paseando por ahí, pero a media tarde no reparamos en sus siluetas desvencijadas porque se confunden con la gente que sale en manada a la calle. No veo al loco de las muñecas, que es un habitual de esos horarios. El loco de las muñecas (creo que son Barbies lo que siempre lleva en las manos, pegadas al pecho como si se las fueran a quitar) da un poco de miedo. No lo vemos. Nos sentamos a descansar en la terraza de Viriato. Sigo viendo a algún que otro chiflado, pero como ya son las cuatro y media de la tarde también pulula por ahí la gente normal o los que al menos parecen más normales. Allí, a la sombra, tomando una Coca-Cola, se está de lujo. Por las noches, después de la jarana, además, refresca. Y uno vuelve a casa sin calor. Casi con frío. Sintiéndose bien.