Es una boda en la que no conozco a nadie, salvo a una persona. Ni siquiera conozco a quienes se casan, no los he visto en mi vida. En otras ocasiones me ha pasado algo parecido, pero al menos conocía a dos o tres invitados. Esta vez no es así. Y eso hace que me sienta, al principio, como un intruso. Igual que los protagonistas de la película “De boda en boda”, que se colaban en bodas a las que no les habían invitado, haciéndose pasar por colegas del novio o de la novia para divertirse un rato y tratar de ligar con las solteras de cada celebración. Pero enseguida consigo sentirme cómodo. Me presentan a gente maja, agradable, y hacemos migas muy rápido. Entramos en uno de los autobuses aparcados junto al hotel del Valle del Jerte donde nos alojamos y nos llevan a un pueblo donde se celebra la misa. A ambos lados de las puertas de la iglesia hay un montón de mujeres que se han acercado a curiosear. En los pueblos, una boda es poco menos que un acontecimiento social. Los vecinos se reúnen en corrillos y se comenta la jugada: “Se casa la hija de…” (póngase el apellido o el mote que corresponda). El trayecto en bus dura unos cuarenta y cinco minutos. Recuérdese que estoy metido dentro de un traje y que hace mucho calor para soportarlo. Hubiera querido pasar la ceremonia metido en el bar del pueblo, pero todo el mundo entra en la iglesia y no es plan de irme solo a la tasca, con traje y corbata y unos zapatos que me aprietan demasiado porque el calor me ha hinchado los pies.
El cura está mayor y, por eso, se confunde un par de veces con el nombre de la novia. Cachondeo general. Cuando va a guardar la copa con las hostias consagradas, se le caen algunas. Por suerte, no al suelo. Hay una habitación, cerca de la puerta, que ofrece una estampa sabrosísima de batiburrillo y surrealismo: la efigie de una Virgen, un par de estufas, una bombona de butano, dos cajas de Mahou sin cervezas, un ventilador de pie y otros objetos que se arrumban cerca de la escultura. En una esquina de ese cuarto, además, está el confesionario. Yo creo que cosas así sólo se ven en los pueblos, esto de mezclar las imágenes piadosas con los trastos arrumbados y de hacer de una misma sala sitio de culto, de confesión y de almacén. Incluso por ver esto, el viaje ya merece la pena. En la iglesia hay ventiladores encendidos.
Cuando el enlace termina, regresamos al autobús. De vuelta al hotel balneario. El cóctel se ofrece en el exterior, en los jardines, mientras las ranas del estanque croan con una brutalidad asombrosa, igual que si vinieran de cantar en la ópera. Se está a gusto allí, ya digo. La novia es muy guapa. La gente sonríe. La cena, el baile y la barra libre se celebran en una carpa cercana. Para ir hasta allí hay que cruzar dos puentecitos pequeños, de madera, en curva, como esos que se ven en las películas de japoneses. El conjunto me recuerda a la novela “La Montaña del Alma”: supongo que debido a la mezcla de puentes, estanques, valles y rincones en paz. Cenamos platos muy sabrosos. Empiezo a mezclar las bebidas: que si vino blanco, que si tinto, que si champán. ¿Qué te voy a contar que no sepas? Ya sabes cómo funciona esto, y de ti depende pasarlo bien o no. Yo lo paso bien. Procuro no desmadrarme. Lo cumplo y nos retiramos a una hora prudente para ser una boda: las cuatro y media de la mañana. Lo mejor es el paseo hasta el hotel, casi a oscuras. Sólo son unos metros de caminata, no hay que coger el coche ni llamar a un taxi ni subirse a un autobús. El camino sólo está iluminado por unos focos pequeños, a ambos lados del sendero. Veo lo justo para saber dónde colocar los pies. Las ranas siguen a lo suyo. El don de la ebriedad ayuda a dormir.