viernes, julio 03, 2009

Artilugios modernos

Me entusiasma el entorno de la red: navegar por las webs, recibir correos electrónicos, escuchar música on line, picotear en los blogs. Sin embargo, llega un momento en que depender de la bandeja de entrada del correo electrónico se convierte en una especie de esclavitud, en una carga. Ahora ya no nos comprendemos a nosotros mismos sin estas herramientas de comunicación, no somos capaces de imaginarnos sin el móvil encendido en el bolsillo ni sin consultar el Outlook o el Hotmail o el Gmail cada dos por tres. Parece mentira que veinte años atrás no utilizáramos estos cachivaches. Y los hemos convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo, algo sin lo que la vida ya no es tan fácil. Estar sin internet, o sin portátil desde el que puedas navegar en cualquier sitio que disponga de wifi, es algo que nos cuesta asimilar. La verdad es que las veces en que me he ido unos días de vacaciones agradecí estar un tiempo sin correos, blogs, foros, periódicos digitales y demás. No los extrañaba, aunque mis amigos no se lo creían. Pero era así: suponía un descanso de la rutina. Cada fin de semana que voy a mi ciudad no suelo conectarme a la red. Forma parte de mi huida del día a día y de la costumbre. Porque no tendría sentido estar en una casa conectado a la red y delante del ordenador e irse a otra para hacer lo mismo. Parecería que ni siquiera he cambiado de ciudad. Que sólo han cambiado las paredes del cuarto.
En uno de los artículos de “Un hombre sin patria”, el fallecido Kurt Vonnegut reivindica el placer de renunciar a los “artilugios modernos”, y cuenta lo bien que se lo pasaba cuando escribía a máquina. Cuando tenía que entregar un manuscrito que le ayudaba a mecanografiar una secretaria e iba andando a la tienda a comprar un sobre donde guardar las hojas, y caminaba hasta una sucursal de Correos para enviar el sobre a una agente o a un editor. En la sucursal le atendía una señorita de la que estaba secretamente enamorado, parapetada detrás de un mostrador, con lo cual nunca la veía de cintura para abajo. Y, entre tiendas y oficinas de Correos, al final pegaba la hebra con unas cuantas personas: clientes en la cola, dependientas. Y por último se iba a un buzón y echaba dentro el sobre, habiendo pasado un rato de asueto.
Visto así está muy bien. Cuando vivía en Zamora esa vida, esa salida del encierro, era más factible. Todo quedaba cerca: la copistería, la tienda donde venden sobres, la oficina de Correos… En el fondo era un paseo agradable (aún lo será para quienes vivan allí). Pero en un par de ocasiones, durante la semana pasada, tuve que ir a hacer recados similares: compra de sobres, caminata hasta Correos y tal. En Madrid, esto no es agradable. O a mí se me hace cuesta arriba. Tienes que lidiar con las innumerables obras mediante las que (como siempre en verano) han destripado media ciudad. En ocasiones tienes que utilizar el metro y ahora hay tramos de líneas cortadas. En las colas de espera la gente está a lo suyo, tiene cara de póker o parece que te va a gruñir. El personal está estresado y no me imagino una conversación con ninguno de ellos. No es raro encontrarse con un tipo hosco o gruñón detrás del mostrador, en vez de con una señorita guapa a la que no se le ven las piernas. También está el insoportable bochorno de estos días, en los que el calor no sólo te desespera por la calle, sino que los orines, las basuras y los vómitos de las aceras hieden y te marean. A mí los artilugios modernos me vienen bien, me benefician (mejor mandar un e-mail que ir a Correos). Pero parte de razón tenía Vonnegut. Uno necesita pasar un poco de estas cosas y salir a vivir a la calle. Yo tengo “mono” de eso mismo.