Primera visita a la Feria del Libro de Madrid. Un calor espantoso. El público se cuece como en una marmita mientras va de aquí para allá. Parece, desde fuera, que dentro de las casetas, a la sombra, no se está tan mal, que corre aire cuando dejan las puertas abiertas. El cometido inicial de los paseos por la feria es esquivar a la abundante cantidad de individuos que te dan folletos de publicidad o que quieren que te adhieras a su causa o que firmes un papel. A mitad de camino ya se ha pillado uno la insolación de turno. Hay gente que sufre bajones de tensión. Basta con ir a las máquinas expendedoras de refrescos y comprarse una Coca-Cola muy fría para reanimarse. La FLM ya no es para mí como la primera vez que la pisé, cuando no conocía a nadie. Ahora es distinto porque llevo unos años viviendo en la capital. Ahora me paro a charlar con editores, poetas y escritores. Avanzo por el paseo del Retiro agonizando por el calor y por el incordio de la muchedumbre y me prometo volver a otra hora más prudente, en la que pueda echar un vistazo a los libros sin agobios, sin empujones, sin codazos, sin cogotes que me tapan la vista de las mesas de novedades.
Este año, en los telediarios que informaron sobre la FLM, la noticia más repetida giraba en torno a un niño de nueve años que escribió su primer cuento a los seis, pero lo han publicado ahora. Le hacen fotos, lo entrevistan y él les da una lección a todos: no quiere ser escritor cuando sea mayor, sino astronauta. Así se habla, chaval. No te metas en estos berenjenales literarios. De pequeños todos queremos ser astronautas o pilotos de avión o agentes secretos, pero con los años advertimos que es más fácil coger un bolígrafo o una máquina de escribir o un ordenador y ponerse a contar historias que prepararse para la llamada carrera espacial. Sabemos que la luna está encerrada en los libros y éstos siempre son mejores que poner el pie en otro planeta. Que los telediarios hayan prestado la mayor atención a un niño que no es escritor ni quiere serlo nos indica el punto paranoico al que ha llegado la literatura en España, un país donde son más famosos (y venden más ejemplares y ganan más pasta) los no-escritores que publican libros que los escritores que se dedican día a día al oficio. Basten unos ejemplos: Darek ha escrito un libro y antes de terminarlo ya se lo estaban publicando; José María Aznar, que ahora también va de modelo y de guaperas, publica otra cosa donde cuenta su versión de la historia, como se hizo antaño en los libros de la escuela, cuando los vencedores contaban la película desde su punto de vista. Es un best-seller.
La noticia que copa los medios no es, hoy día, que un clásico vivo siga escribiendo y publicando, sino que un no-escritor saque a la venta un libro. Luego los entrevistan y ellos dicen: “Escribir es más difícil de lo que pensaba”. Nos ha jodido, con perdón. ¿Qué esperaban? Esta clase de advenedizos, como Ana Rosa Quintana, Darek o Aznar, lo que anhelan no es la parte dura de la literatura, consistente en la soledad, el trabajo cotidiano, el encierro, el sufrimiento que comporta no ver reflejado en el papel al cien por cien lo que uno quería contar y la lucha por ganar cuatro cuartos y publicar sin que pasen cinco años, no, ellos prefieren la parte del famoso: ir de literatos, firmar en El Corte Inglés, conceder entrevistas y que les paren en la calle por haber escrito un libro. Por eso algunos prefieren dejar en manos de “negros literarios” el trabajo duro, que es el de criar callo en el culo por pasarse largas jornadas en la silla, y luego ya pondrán la cara y el nombre en la portada. Como César Vidal, que ha publicado “sólo” 40 libros en dos años y eso no se puede hacer sin “negros” a tu cargo.