Cada vez lo llevo peor: eso de ir a actos en los que una gran parte del público entra con el único propósito de matar la tarde. Para esa gente, el acto debe reunir dos requisitos indispensables: que sea gratuito y que haya sillas. Si toca estar de pie o pagar una entrada, no van. Por esta razón esa gente no va a matar el tiempo a las presentaciones del Círculo de Bellas Artes: porque soplan un euro por acceder al edificio. A la peña que se cuela en recitales, presentaciones de libros y conciertos (gratuitos y con silla, no lo olvidemos) le importa un rábano lo que vayan a ver y oír y eso se les nota en seguida. Están ahí, sentados, con cara de póker, mirando el reloj porque la cosa se retrasa y ellos tienen la tarde ajustada. A veces preguntan al tío de al lado qué es lo que van a ofrecer. Como el día en que presentaron “23 Pandoras” en Fnac. Un señor, sentado delante de mí, se giró unos minutos antes de que los protagonistas tomaran la palabra y me preguntó: “Oiga, ¿sabe usted qué es lo que hay ahora? ¿De qué va esto?”. Si te fijas, los verás: tíos un poco frikis que se aburren o pasan la vida sin amigos, en soledad; jubilados solitarios; ancianas que van en manada por la ciudad, buscando algo gratuito con lo que aliviar un rato de tedio; chiflados que se obsesionan con preguntar a los participantes, y que se obstinan en llamar la atención y ser los protagonistas del evento. Cada vez me quemo más porque esta clase de actos se hacen para quienes están interesados de verdad. Para quienes sienten curiosidad por el cantante o el poeta o por el acto en sí.
Me enferma esa gente que entra a un sitio y le da igual si un tío sale a tocar la guitarra, si hay bailes regionales, si les proyectan un cortometraje español, si se celebra una conferencia, si presentan una antología o si es un debate sobre el futuro editorial en España. Además, siempre se apuntan tres o cuatro personas que se aburren y se largan a la mitad, haciendo ruido con las sillas y molestando a quienes estamos interesados en el evento. Por si fuera poco, está el estrépito que causan en los teatros, como cuando fui a una obra en Zamora, patrocinada por Caja Duero, hace años, en la que la entrada era gratuita: gente que entraba tarde o se salía a la mitad, y un baile intolerable de sillas en los palcos. Creo firmemente que los asientos de estos actos deben estar ocupados por quienes saben o intuyen lo que van a ver, no por aquellos a los que les da igual que les den conferencias o conciertos. Los verdaderos interesados se quedan, las más de las veces, en pie, en el pasillo o al fondo.
La última vez que sufrí esto fue el jueves pasado (festivo en Madrid), en el salón de actos de Fnac Callao, donde Ángel Petisme tocaba en directo con su banda para presentar su nuevo disco, “Río Ebrio” (no se pierdan el vídeo de la canción “Dos bicicletas”). Para empezar, había gente solitaria y envejecida a la que se le notaba que no tenía ni pajolera idea de qué iba a ocurrir en el pequeño escenario. Incluso reconocí algunas caras de otros actos de Fnac: viejos despistados y tal. En primera fila había una señora que, entre canción y canción, hablaba con Petisme para hacerse notar. Hablaba de asuntos que ni siquiera tenían mucho que ver con el disco. En uno de los temas, cuando la banda empezaba a tocar los primeros acordes, la señora seguía hablándole al cantante, a voces. Noté que la mitad de los presentes (mucha gente de Zaragoza fue a apoyar el acto) teníamos ganas de decir: “¡Cállese de una vez, señora!”. Pero Petisme supo sortearla con elegancia y empezó a tocar. Por cierto: luego me dijo que le habían tratado muy bien en Zamora, en la presentación del poemario.