Termino de ver la serie completa de “Los Soprano” y me apena llegar al final. Porque ya no hay más. Porque cada capítulo poseía la calidad y el vigor narrativo de una buena película. Porque cada uno de los episodios era mejor que la mayoría de los filmes que se estrenan en las salas comerciales. Porque, tras seis temporadas, es como si la familia de Tony Soprano viviera contigo, o cerca de tu casa, aunque los mafiosos que aparecen retratados sean unos auténticos y entrañables hijos de perra. Anton Chéjov formulaba una teoría para el teatro según la cual si aparece una pistola en el decorado del primer acto, alguien debe disparar esa pistola en el tercer acto. Algo similar ocurre en “Los Soprano” con ciertos diálogos y acciones de los personajes. En esa serie ya clásica, si (por ejemplo) un gángster comete una imprudencia en la segunda temporada, las consecuencias aparecerán en la tercera temporada. Ese es uno de los aspectos más notables de esta creación de David Chase. Cada movimiento de los mafiosos tiene su castigo o su recompensa, sea mediante la ejecución o mediante el ascenso. El ascenso supone ingresar más dinero. A veces lo que sucede al principio de un episodio tiene su desenlace al final del mismo, cuando ya ni nos acordábamos. Recuerdo, por ejemplo, un capítulo en el que un congresista corrupto le dice a Tony Soprano que se ha liado con su ex amante rusa. Tony lo acepta y pasa página. Pero, en los últimos minutos del episodio, escucha una canción en la radio y se acuerda de la rusa y se pone nostálgico. Y, con su cinturón, propina una bestial paliza al congresista.
La sexta y última temporada incluía unos capítulos de regalo, por así decirlo. Los “episodios finales” donde se decide la suerte de los protagonistas. Este último tramo de la serie es, quizá, el más explosivo. Repleto de tensión, pero también dotado de un tono crepuscular que remite a los western que protagonizaban pistoleros envejecidos y cansados (“Grupo salvaje”, “Sin perdón”, etcétera) y a películas de mafiosos en las postrimerías de su carrera (“El padrino III”). En la última temporada los gángsters lo notan: se están haciendo viejos y se están quedando atrás, mientras los jóvenes empujan fuerte. Los primeros envejecen, enferman, enloquecen, palman, afrontan las primeras batallas contra el cáncer, se distancian entre sí, pierden la confianza, quieren cambiar de vida o tienen su primer hijo. Ya nada es igual y todos rememoran los primeros tiempos, la energía de su juventud y la manera en que sus antepasados hacían las cosas. Ese tono crepuscular refuerza la sensación de desamparo que le entra a uno al saber que la serie termina, que no hay más.
Tras ver el último capítulo, que no voy a desvelar aquí, busqué información sobre el mismo. Al parecer, dicho cierre fue muy polémico. Confieso que a mí me dejó un poco frío durante unos minutos, al principio. Luego lo comprendí. Comprendí las razones del equipo, de los guionistas y productores, para acabar así la serie. No entendería otro final distinto porque habría que elegir entre otras opciones. Es el mejor broche para la serie: perfecto, cargado de tensión y enigmático. Todo en “Los Soprano” era, también, perfecto: los guiones, los actores, la música, la fotografía, la dirección, la puesta en escena. La serie cuenta con algo que yo llamo “el toque Tarantino”. Para los críticos, ese toque significa violencia sin justificación. Para mí posee otro significado: la habilidad del guionista para dar giros, para mostrar lo inesperado, para sorprender y, así, lograr que sus personajes salgan de lo previsible. Por eso son tan grandes Tarantino y “Los Soprano”. Y por otras muchas razones, claro.