Resulta curioso analizar el modo en que nuestros gustos cambian de la infancia a la juventud y a la madurez. De niño te cautivan las manzanas con caramelo y detestas el sabor de la cerveza, mientras que años más tarde es justo al revés. Todo lo que, de crío, pensabas que era asqueroso, o pecado, o poco saludable, con el tiempo se convierte en la suma de tus vicios. Sucede también con quienes admirábamos en el pasado. Los cómicos, los actores, los músicos y los personajes que idolatrabas de niño pierden su lugar en tus preferencias y acaban ocupándolo sus colaboradores, es decir, los cómicos, actores, músicos y personajes que secundaban o completaban a aquellos.
Me explico. De niño, en las películas de los Hermanos Marx, mi favorito siempre era Harpo: era el más flaco, el más gamberro, el tipo que no necesitaba hablar para expresarse (las palabras, en la infancia, no tenían tanta importancia como ahora). Sin parrafadas difíciles de entender, nunca aburría. Pero pasaron los años y su lugar lo ocupó Groucho. Groucho representa el humor adulto y corrosivo y exhibe la figura de un hombre más maduro, con más años y kilos (me refiero al personaje, no al actor), con una verborrea que, entonces sí, empecé a comprender. Su arma es la palabra y nosotros ya estamos capacitados, pasada la niñez, para comprender sus vicios, sus pecados, su mala leche, su ironía y sus sagaces juegos de palabras. Pienso en Terence Hill y Bud Spencer, que nos entretuvieron en tantas matinales. El modelo a imitar era Terence Hill: delgado, guaperas, rubio, ágil, veloz y exitoso con las chicas. Pero no nos engañemos: años después reparas en que mola más Bud Spencer, que es tosco y bruto, que está grueso y es más feo, pero que reparte sopapos como nadie lo ha hecho. Su mejor baza consiste en esos visajes que hacía justo un segundo antes de perder la paciencia. Pienso en “La guerra de las galaxias”. De niño uno venera a Luke Skywalker y a los androides. De mayor prefiere a Han Solo, que es ladino y granuja, y a Darth Vader, que representa el Lado Oscuro. Pienso en cuando vi, hace muchos años, “El Dorado”, de Howard Hawks. La figura central de todo muchacho era el pistolero encarnado por John Wayne. Cuando vuelves a verla, pasada la adolescencia, el que te engancha es otro actor, Robert Mitchum, y su personaje de borrachín perdedor, que borda (Mitchum siempre bordó sus papeles). En el caso de Paul Newman y Robert Redford en “El golpe” y “Dos hombres y un destino” no había elección posible: sus personajes siempre estaban bien equilibrados y uno sigue admirándolos del mismo modo. Antaño idolatraba a D’Artagnan, que era el héroe central, pero hoy prefiero a uno de los tres mosqueteros: Athos. Esto vale, también, para el caso de algunos músicos y cómicos de la televisión. Los gustos varían. Es interesante hacer un repaso de lo que más le encandilaba a uno en sus primeros años y lo que más le encandila a uno en la actualidad.
Todo lo anterior demuestra, tal vez, que siempre nos resultan más atractivos los personajes cargados de taras y de vicios. La idea de este artículo nace de la lectura de las primeras cien páginas de la estupenda biografía de Bob Woodward sobre el actor y músico John Belushi, recién publicada en España, que estoy leyendo estos días y de la que ya contaré algo más. Empezar a leer este libro me ha recordado que antaño, de los Blues Brothers de “Granujas a todo ritmo”, yo prefería a Elwood Blues (Dan Aykroyd), pero hoy me quedo con el humor rudo y animal de Jake Blues (John Belushi). Su Bluto de “Desmadre a la americana” es lo mejor de esta cinta.