Aprovechando que vuelvo otro fin de semana a mi ciudad, prosigo la ruta de los bares: “De tapas por Zamora”. Así me voy haciendo más o menos a la idea de lo que se cuece, e incluso empiezo a tener mis tapas favoritas. Y otro apunte: el invento está muy bien para celebrarlo una vez al año, pero prefiero lo clásico, así que la segunda noche tiramos de una cena consistente en cachuelas, montados, pinchos morunos. Las tapas de diseño no me disgustan, pero sólo para un día o dos. Quiero decir con esto, aunque suene a rústico o a simple, que prefiero una cena contundente en una bodega de El Perdigón que una comida finolis de Ferrán Adriá. Cada cual tiene sus gustos y sus manías.
Durante el fin de semana veo poca gente por ahí. En los bares, por ejemplo: la noche del sábado fue floja. Supongo que el personal optó por quedarse en la celebración de la romería del Cristo de Morales, pese a la lluvia a media tarde. Alrededor de las ocho. No se me olvida porque salía de casa cuando empezó a pintear, y dejó de llover un par de metros antes de llegar a mi destino. De las dos noches y las conversaciones que implicaron me quedo con frases sueltas, con huellas y anotaciones. Le digo a un amigo que escriba, que sospecho que lo haría bien. Y su respuesta es admirable: “Escribir es una necesidad, y yo no lo necesito”. Es la mejor definición de la escritura. Y yo sí la necesito porque, a medida que hablo con la gente, que degusto una tapa o huelo las flores de un jardín o veo una película o me trago un disgusto o pruebo un vino, siento la necesidad de echarle los dedos al teclado y contarlo. La escritura como jarabe, como terapia.
Siempre digo que me gusta salir de bares porque las conversaciones que uno tiene en ese entorno no las vive en otro momento. La gente se suelta más que durante un café de tarde. Se confiesa. O te confiesas tú. Una ventaja de atravesar las madrugadas de mi ciudad es que todos nos conocemos de vista y no faltan quienes se acercan a charlar conmigo. Y lo agradezco. Hablando se entiende la gente, aunque sea un topicazo. Hablamos de la necesidad de luchar por esta tierra. De sacarla adelante. De si merece la pena el esfuerzo o no. Hablamos del modo en que algunos, los que están arriba, los que manejan los hilos de la ciudad, no quieren que cambie porque han acomodado Zamora a su estilo de vida: desean un asilo gigante. Hablamos de los bares que no cambian. De la gente joven que, tras los años de estudio en el instituto, se va a estudiar carreras a otras provincias o al extranjero o a buscarse un curro y puede que jamás regrese o puede que vuelva años después, con hijos y un matrimonio. Y otra noche, la segunda, hablamos de otras cosas, de otros asuntos, de otras historias. De los palos que te da la vida cuando estás inmerso en la treintena, sobre todo. De los amigos muertos, de los que se han ido. De las costumbres de la ciudad que nos hicieron como somos a los de mi generación: las matinales, ciertos garitos de finales de los ochenta y principios de los noventa, de locales y pubs y establecimientos que ya no existen pero que unos cuantos conservamos en la memoria, para que no se pierdan en el olvido. Hablamos de lo duro que es mirar el móvil y comprobar que aún tienes el número de teléfono de alguien que ya no respira, y tu duda al verlo: ¿lo conservo o lo borro? Pero también hablamos de lo luchadores y trabajadores que somos los de esta tierra. Emigrantes. Buena materia prima humana, aunque casi siempre exportada. Y eso lo apunto ahora, para que quede un poso de esperanza al final del artículo.