El domingo anterior fue un poco raro. Pensaba en ello justo antes de escribir esto. Son raros esos días en los que te levantas en una ciudad y te acuestas en otra distinta. Suele suceder que en la segunda, al irte a dormir, aún estés digiriendo cuanto viviste en la primera, apenas unas horas antes.
Para empezar, me desperté más pronto que de costumbre. Pese a trasnochar la víspera. Me levanté de la cama, me vestí y fuimos a dar un paseo. Acabamos en el Bosque de Valorio. Es el sitio menos recomendable para quien sufre alergias. Los extensos y blancos mantos de polen de gramíneas me dejaron hecho un trapo durante un rato. Pero estaba disfrutando del paseo y, además, hacía mucho tiempo que no iba a Valorio. No vi mucha gente: algunos ancianos, algunos ciclistas y unas pocas personas en las terrazas de los chiringuitos. Buen tiempo, oxígeno que purifica y una ligera brisa a la sombra de los árboles. Me fijé en el estanque dedicado a la memoria de Félix Rodríguez de la Fuente: un secarral. Consumido, sin agua, sin peces, sin nada. Supongo que habría algunos insectos, no sé. Por lo menos que a alguien le aproveche. Una pena. Al ver la cancha de baloncesto me vino a la memoria una tarde campestre en que fuimos en panda a merendar a Valorio. Todos mis amigos se pusieron a jugar al baloncesto. Yo pasé. Al rato, dos de ellos sufrieron sendos esguinces. El mismo día y con unas horas de diferencia. Después nos fuimos de cañas, como debe ser.
No sé cuánto hacía que no paseaba una mañana de domingo por Valorio, pero aquello me purificó. No lo tomaré por costumbre: las alergias y mi apego a lo urbano lo impedirán, seguro. Por la tarde, ya en Madrid, tras dejar el equipaje, fuimos a hacer una visita rápida a unos amigos zamoranos que estaban por La Latina. A media tarde de un domingo había un botellón multitudinario en una de las plazas de la zona. Un botellón disciplinado y sin otro alboroto que el rumor de las voces, pero botellón al fin y al cabo: la gente estaba sentada en el suelo, con litronas y latas de cerveza. Las litronas podían adquirirse en los kioscos cercanos. Las latas las proporcionaban vendedores ambulantes, de distintas razas y provistos de mochilas y bolsas de plástico. Esto es España, me dije. A una hora en la que en otros países se están metiendo en la cama a dormir, aquí el personal sale a divertirse y a darle a la botella; y además: en cuanto hay bebedores, aparecen vendedores de alcohol hasta debajo de las piedras. Leyes del mercado. Tú quieres refrescar el gaznate, así que yo te sirvo el trago. A un euro, la lata. Muchas gracias, amigo. No se merecen. En esa plaza me volvió a dar un leve ataque de alergia. Un poco antes, por Lavapiés, pasamos junto a un negro gigante parado en la calle. Me tocó el hombro. Un extraño saludo. Sobre todo porque no lo había visto en mi vida. Pero sólo era eso. En Madrid la gente te saluda o se te acerca a hablar sin venir a cuento. Y nos extraña a quienes venimos del norte, que somos más secos. Yo llevaba una camiseta de Harry el Sucio empuñando el magnum. En La Latina se me acercó un vagabundo borracho a hablarme: “¿A que no sabes qué le dice al ladrón al que está apuntando? ¿Eh, qué le dice Harry?”. Aproveché para lucirme, porque me sé el monólogo: “Sé lo que estás pensando: si disparé seis balas o sólo cinco”, etcétera. El tipo sólo recordaba lo de “Alégrame el día”. Luego pasó a nuestro lado una chica y a uno de mis colegas le tendió la mano, para que se la estrechara: “Hola, vecino”. Él ni siquiera vive en Madrid. La gente tiene estos arrebatos.