Siete días atrás estuve en el recital de un colega: Javier Das. Fue en la sala de actos de la Biblioteca Regional Joaquín Leguina de Madrid. Llegué un par de minutos tarde, pero aún no había empezado. Javi estaba en la puerta y me dijo que el público era escaso y debíamos esperar un poco por si acaso llegaba alguien más. No apareció nadie y él recibió mensajes de gente que, al final, no pudo desplazarse y asistir. Días antes puso el anuncio del recital en Facebook y diecinueve personas confirmaron su presencia y otras cincuenta y seis apuntaron que tal vez asistirían. Eso, para que nos fiemos del Facebook… Al final nos reunimos en la sala ocho oyentes, contando con su madre. Pero él no se amilanó. Es probable que cualquier otro hubiera suspendido el acto u optado por sugerir que nos fuéramos a la cafetería. No lo hizo. Se sentó encima de la mesa y, sin perder la sonrisa ni el buen humor, empezó a leer sus poemas. Los poemas de un guerrero, como él dice en algún verso. Poemas ya publicados, poemas inéditos pero que yo ya conocía y poemas nuevos. Textos de luchador, de alguien que ha sufrido.
Quien crea que el acto no sirvió por la escasa afluencia de público, está equivocado. Sirvió para que nos deleitase con sus palabras a unos pocos, y como excusa para este artículo pues hace tiempo que quería hablar de Javier Das. Es curioso cómo nuestros caminos se cruzaron hasta llegar a la amistad. Recuerdo que acudí a un recital de David González en Madrid. No olvido ese día por varios motivos, entre ellos que conocí a la actriz Violeta Pérez, a la escritora Manuela Temporelli y al poeta Gsús Bonilla. También estaba por allí Ángel Petisme, que publica estos días su poemario galardonado en Zamora, “Cinta Transportadora”; y estaba Andrés Ramón Pérez Blanco, conocido en la red por “Kebran”; y por supuesto David, que no tardará en publicar nuevo libro. El caso es que, al llegar, Andrés y yo nos pusimos a hablar de poesía y de literatura y él me dijo que procurarse comprarme “En estas 4 paredes”, de un autor llamado Javier Das. Era su primer poemario. Archivé los datos en la memoria y decidí comprarlo en cuanto lo viera por ahí. Lo que no sabía era que el sistema de distribución era limitado: el propio Javier, a pie, dejando ejemplares en algunas librerías de la ciudad. Una tarde di con el poemario en Traficantes de Sueños, sita en mi barrio. Me pareció un libro espléndido de un poeta joven y desconocido. Luego supe, con el tiempo y tras conocerle, que se lo había autoeditado. Y no sólo eso: tanto la poderosa fotografía de portada como el diseño y la maquetación son suyos. Se trata, pues, de un libro de autoría total, el sistema más perfecto que podemos encontrar: escrito, maquetado, diseñado, financiado, publicado y distribuido por el propio autor. Algo sólo comparable a las múltiples funciones que realizaba el director Russ Meyer en sus películas: yo me lo guiso, yo me lo como.
Con el tiempo empezamos a cruzar correos electrónicos y alguna noche nos presentaron en un bar, entre versos y cervezas. Gran parte de la obra de Javier gira en torno a la familia en general y a la ausencia del padre en particular. Perdió a su padre siendo un chaval y aquello ha marcado no sólo su vida, sino también sus escritos. En sus poemas siempre hay mucho corazón, mucho sentimiento. Es la obra en construcción de alguien que, con los golpes cotidianos, aprende a resistir, a sobrevivir. A pelear frente a las derrotas. A asumir su papel en el reparto de cartas. Javier Das sabe que lo importante, en la lucha, no es ganar o perder los combates, sino ser capaz de levantarse una y otra vez de la lona. Como Rocky.