Escenario: Zamora. Esquina de Amargura con Víctor Gallego, junto al cajero automático. De día. En torno a las siete menos diez de la tarde del Jueves Santo. Este columnista debe esperar a un amigo en la calle. En una mano lleva la cruz de la cofradía de Jesús Nazareno y, en la otra, una bolsa con la túnica y demás requisitos necesarios para desfilar. La intención es llevarlo todo al domicilio de un colega que vive cerca de la Plaza Mayor. Una tradición anual. Acaba de hablar por el móvil y la maniobra no ha resultado sencilla: dos manos para tres objetos. Se sitúa en el punto donde ha quedado y apoya la espalda contra la pared.
Al lado de los vehículos parados en el semáforo observa a un tipo de complexión débil y de baja estatura. Parece que da la chapa a los conductores. El individuo, que viste ropa vaquera, intercepta a este columnista y dice: “¡Eh, eh, chavalote! ¿No tendrás un cigarro?” El columnista sabe que sólo los yonquis utilizan el término “chavalote”. Todos los yonquis suelen llamarle “chavalote”. Desde que era niño. Se imagina con setenta años y aún oyendo que le llaman “chavalote”. Niega con la cabeza y añade, por si el otro no entendiera: “No, no fumo”. El otro: “¡Vaya, hombre!” Y se acerca. Y quien espera con la cruz sabe de sobra que viene a pedirle dinero. Del sablista depende si soltará algo o no. Al sablista exigente no debe dársele nada. Al sablista simpático, capaz de soltar un monólogo humorístico cuyas máximas entronquen con la picaresca, sí. El sablista es simpático. Se presenta, es un buscón: “Hola, mira, mira, un segundo, ¿eh? No voy a hacerte nada. Soy L., de Benavente” (para preservar la intimidad ajena, dejamos sólo la inicial de su nombre verdadero). El pícaro extiende una mano. Sucia. Seca. Con uñas como conchas de mejillón. Este columnista duda. Es escrupuloso y no se la da. El otro insiste: “Me llamo L., de Benavente”, y no baja la mano. Así que se estrechan las manos. Sigue el soliloquio: “Mira, no estoy metido en la droga ni ná, ¿eh? Soy buena gente. Yo no hago daño, ni robo, ni hago nada malo. Mira, no te miento. Soy de Benavente. Espera, que saco el carnet. ¿Lo ves? L., nacido en Benavente. Mira la foto. Mira, le estaba diciendo a uno antes que si me dejaba algo de suelto, hombre, que necesito un favorcillo. ¿No tendrás un euro para dejarme?”. Este columnista, divertido con la charla y los aspavientos y el carnet exhibido como prueba de identidad, le dice: “Sí, vale, ahora te lo doy”. Mientras busca una moneda, el otro sigue: “¿Qué esperas, a un amigo? ¿Y sales en una procesión?” Y el primero responde: “Sí, lo estoy esperando. Sí, salgo en una procesión. Sale a las cinco de la mañana”. Al otro no le mueve la curiosidad, sino la necesidad de hacer la pelota y finge interés: “¿Y cómo lleváis la cruz, así subida?”, y hace un gesto, como si una de sus manos sostuviera una cruz invisible de la misma manera que lo haría un manifestante con una pancarta. El columnista reprime la carcajada. “No, se lleva boca abajo. Así”. El otro: “Anda, ¿y eso por qué?”, y añade: “Oye, ¿no tendrás para cambiarme? Mira, que necesito pillar”.
El yonqui no se mueve. Le pide cambio y lo convence para que le dé otro euro, especie de impuesto no establecido que pagan a veces los ciudadanos. Llega su amigo y L. le tiende la mano: “Hola, encantado, soy L., de Benavente”. Pero el recién llegado no tiene un céntimo encima, lo promete. Parece que le entra la risa, como si quisiera decir: “¿Pero quién es este fulano?” Los dos amigos se van hacia San Torcuato mientras atrás queda L., de Benavente, pícaro, buscón, toxicómano, medio actor y algo bufonesco, personaje habitual de la zona de Víctor Gallego y Tres Cruces.