Algunos viajes son ciertamente extraños. Como el que Julio Cortázar y Carol Dunlop hicieron entre mayo y junio del ochenta y dos. Cortázar, amante de juegos y propuestas arriesgadas, quiso cubrir en su furgoneta el trayecto entre París y Marsella. Su intención era no abandonar la autopista bajo ningún concepto. Esa fue una de las primeras reglas. Otra de ellas consistía en detenerse en dos paraderos al día, “pasando siempre la noche en el segundo sin excepción”. Así, se detienen en áreas de descanso, en gasolineras, en moteles y demás altos del camino. También debían anotar “las observaciones pertinentes” que encontraran en su ruta. Y, por último, se impusieron escribir un libro sobre dicha experiencia. El libro se publicó a la muerte de Carol, la mujer de Cortázar, y sus últimas páginas contienen un lamento por esa desaparición. Su título es “Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París – Marsella”. Lo escribieron a cuatro manos y el hijo de ella, Stéphan Hébert, incluyó algunos dibujos de los paraderos donde se detenían.
El resultado es asombroso en la forma, pero algo pesado en cuanto al contenido. Julio Cortázar, que siempre fue un adelantado a su tiempo, construyó junto a Dunlop un libro en el que había dibujos, fotografías, páginas con distinto tipo de letra, hojas del diario de ruta, planos, algunos documentos e incluso cuentos y cartas que escriben personajes inventados. De tal manera que la ficción y la realidad se solapan en un mismo viaje. Los elementos visuales y variados que usan los autores son lo mejor de todo. Se parece mucho al tipo de libro misceláneo que se ha puesto de moda en estos tiempos. El contenido es otra cosa. Admito que a ratos me aburrió. Porque no hay gran cosa en ese trayecto por la autopista. No hay tantos personajes extraños como los que, por ejemplo, puede encontrarse Sam Shepard por las carreteras de Estados Unidos. Así, en muchos pasajes Julio y Carol se dedican a comer, a escribir en sus respectivas máquinas o a echar la siesta. No hay emoción en esa rutina. O reciben a amigos que, de vez en cuando, les llevan provisiones. El experimento merece la pena porque se trata de adentrarnos en un tipo de viaje que sólo podría ocurrírsele a Cortázar y porque ciertos documentos (como las fotografías) resultan interesantes para los fetichistas de la literatura. En un pasaje del libro, Cortázar menciona “Del caminar sobre hielo”, el diario de viaje del director de cine Werner Herzog. Éste caminó desde Munich a París para visitar a una amiga enferma. Un libro lleva a otro, y corrí a comprar un ejemplar de esta gesta de Herzog. Pero aún no lo he leído. Se trata de otro trayecto extraño.
El viaje más raro, sin duda, es el que hizo Philippe Petit en los setenta. La semana pasada leí su libro autobiográfico “Alcanzar las nubes”. Petit se trasladó varias veces desde París a Nueva York porque había tenido noticia de la construcción de las Torres Gemelas. Su condición de mago y funámbulo le empujó a embarcarse en una hazaña a priori imposible: tender un cable entre las torres y cruzarlo. Y lo consiguió. He leído el libro con vértigo. Incluye fotos. El viaje que me interesa no es el de París a N.Y., sino el que realiza allá arriba, en el cable, ayudado sólo por una pértiga. No sé si Petit es un loco o un genio. O ambos. Me dio vértigo mientras lo leía. Sudé. Porque Petit no se conformó con ir de un lado al otro. También saludó al público, se paseó varias veces por el cable e incluso llegó a tumbarse de espaldas. Hay fotos de ello. Para quien no quiera leerse el libro, hoy se estrena el documental “Man on Wire”, que ganó un Oscar el mes pasado. Yo no pienso perdérmelo.