La otra noche vi en la tele, de casualidad, la reposición del reportaje “San Quintín, otro mundo tras las rejas”, emitido por Documentos TV. No sé cuántos minutos me perdí, porque había empezado cuando lo encontré. Lo he buscado en la mula y en estos momentos descargo una copia para ver lo que me falta. Recomiendo que nadie se lo pierda. Un equipo de televisión estuvo un mes filmando en San Quintín, lugar famoso por albergar la prisión más violenta y peligrosa de Estados Unidos. Entrevistaron a los reclusos y a los funcionarios, pasearon por los patios, incluso hubo una revuelta y pidieron a los reporteros que abandonaran la cárcel hasta que sofocaran el motín pues, a partir de ahí, no podían garantizarles la seguridad. Cinco mil presos están metidos allí. A más de seiscientos los han condenado a muerte. A los reclusos no les sirven carne en forma de filete o chuleta para evitar que encuentren un hueso y lo afilen para convertirlo en un arma. Las celdas son minúsculas, asfixiantes. Las ves y te entra claustrofobia. Dos hombres por celda. Dado que el catre ocupa mucho, el resto es un pasillo para ir de la puerta de barrotes hasta el otro extremo, donde en un espacio mínimo tienen el váter, el lavabo y poco más. Para extremar las medidas de seguridad, los servicios públicos están en el exterior, al aire. Retretes en los que uno se sienta a hacer de vientre a la vista de todo el mundo: vigilantes, reos, visitas. Un preso explica que, en uno de los edificios que dan sombra a los váteres, hay un nido de palomas. Cuando uno se coloca en el excusado, las palomas sueltan sus zurullos sobre el tío de abajo. Dice el tipo: “Es lo que se llama cagada sobre cagada”. Un funcionario admite que no sabe cómo soportan aquello, ese robo de intimidad.
Los presos a los que entrevistan (o a los que intentan entrevistar y se niegan) son calcados a los que vemos en las películas carcelarias contemporáneas: bigotazos, tatuajes, patillas, melenas o cráneos afeitados, músculos, cicatrices. No muy diferente de lo que se ve en “Animal Factory”. El patio se divide en bandas, igual que en “American History X”: los negros, los blancos, los latinos, los chinos. Cuando hay peleas y puñaladas, no falta el toque de racismo. Uno de los reos entrevistados, un afro sentenciado a cadena perpetua, trata de reformarse y suele dar charlas a jóvenes civiles para que no tomen el camino de la delincuencia. Su rapapolvo para que no cometan los mismos errores que él es espectacular: igual que la bronca de un sargento a sus reclutas. Por San Quintín han pasado unas cuantas celebridades (y aquí toca tirar de Wikipedia): el cantante Merle Haggard, uno de los hermanos Mitchell (por asesinar a su propio hermano: los Mitchell Brothers dirigieron “Tras la puerta verde”, y Emilio Estévez y Charlie Sheen hicieron una película sobre el tema), Charles Manson, el descomunal Danny Trejo (habitual en los filmes de Robert Rodríguez) o Edward Bunker (uno de los “Reservoir Dogs”, y escritor del que tengo por ahí su autobiografía, “La educación de un ladrón”, pendiente de lectura).
El gran Johnny Cash actuó en esa prisión. El resultado fue “At San Quentin”. Recomiendo, tras ver el documental, meterse en YouTube y buscar esas actuaciones. Para que vean cómo han cambiado los tiempos y las caras. Fue en el 69. La cámara pasea por los rostros y no tienen nada que ver con los de ahora. Todos están afeitados y llevan el pelo corto. Hay chavales rubios y con cara de angelitos y señores con calva y gafas y aspecto respetable. Hay gente a la que podrías abrazar sin miedo. Entonces la estética era otra, la de los presos que quizá entraron en los años 50.