domingo, febrero 15, 2009

Hielo sucio y piedras calientes

Nos quejamos demasiado de los giros del clima. En esto no se libra nadie; yo tampoco, claro. A menudo parece que nos quejamos de vicio. En verano porque hace mucho calor, o porque llueve y corre la brisa cuando esperábamos un cielo despejado para que el sol caliente los cogotes. En invierno, porque hace mucho frío, porque nieva o porque diluvia. El otro día lo comentábamos en familia. No las quejas en sí, sino la inclemencia del tiempo en estas semanas: que en Madrid tenemos casi las mismas temperaturas que en Zamora, donde siempre están pelando frío. Entonces, a mitad de conversación, una de mis tías empezó a hablar de su madre, mi abuela ya difunta, y de los rigores del frío cuando era pequeña. Vivían a tiro de piedra del Duero, en Zamora, y por aquel entonces no había lavadoras (o, de haberlas, sólo estaban al alcance del bolsillo de los potentados). Ya sé que todos ustedes son muy leídos y están al tanto, pero quizá las nuevas generaciones lo desconocen y me parece pertinente contarlo aquí. Antaño las mujeres, porque siempre eran mujeres, tenían que ir a lavar la ropa al río. Mi tía nos habló del Duero, congelado en cierta ocasión, con una capa de hielo que mi abuela debía romper para sumergir la ropa sucia en el agua de la orilla.
Lo que tenemos ahora son lujos a mansalva, pero nos quejamos. Yo, el primero. Siempre estoy quejándome del frío, pero luego me cuentan historias de la postguerra y de mi familia y, lógico, lo nuestro cae en el ridículo. Porque hoy está la lavadora, y la calefacción en casa, y puedes hacer la compra mediante internet si no te apetece salir a la calle y enfriarte el culo en el trayecto. Me contaba también que, cuando sus hermanas iban a clase, su madre les entregaba piedras calientes envueltas en papel, creo que de periódico. Para no congelarse por el camino. Sí, sí, ya sé que los más ancianos de la ciudad conservan miles de historias similares, pero me apetecía señalarlo porque hoy nos creemos duros y cuando alguien mayor que nosotros nos dice eso de “Ahora lo tenéis muy fácil, porque yo en mi época…”, pensamos lo de “Ya estamos con las historias del abuelo cebolleta”. Pero tiene razón.
Sí, hace mucho frío, pero esto no es nada, hombre. No sé por qué me quejo, y no hay rastro de ironía en mis palabras. Lo único que recuerdo yo del frío en mi niñez, pero no tiene punto de comparación con lo que pasaron mis abuelos y sus hijos, era ese tiempo helado en que las madres nos daban una bolsa de agua caliente antes de meternos en la cama. Nuestras bolsas tenían forma de personajes de dibujos animados de Walt Disney, lo que siempre alegra a un niño. Te metías en la cama a dormir con el Pato Donald, como si te protegiera de los fantasmas de la noche. Lo más natural era colocarlo abajo, en la zona inferior de la cama, para que calentara los pies congelados. Es un cambio importante, esencial: de romper el hielo del río para enjuagar la ropa a utilizar lavadoras y poner las manos en el radiador. Pero lo vemos como algo tan normal, tan metido en nuestra vida cotidiana, que la luz, la calefacción y otras modernidades no nos parecen un milagro. Y lo son. Incluso quien hoy vive mal, vive mejor que antaño. No me refiero a los vagabundos que pueblan las calles, sino a los que soportan un nivel de vida bajo, inferior a la media, con sueldos de mierda y pasándolas canutas para llegar a fin de mes. Pienso en ese río sucio (no sé si siempre estuvo sucio, pero lo imagino siempre así), en las manos de las mujeres rompiendo la capa que cubre el agua, con los dedos ateridos mientras introducen la ropa en el Duero y me digo que tenemos suerte.