lunes, febrero 02, 2009

En el teatro

Cuando uno acude a ciertos espectáculos, cine, teatro, conciertos o recitales poéticos, puede divertirse un rato si antes del inicio se dedica a observar lo que sucede a su alrededor: las reacciones del respetable, la actitud de quienes van a dormir o a matar una hora (si el acto es gratuito, desde luego), etcétera. Fuimos la otra tarde al teatro. Mientras esperaba para recoger las entradas en taquilla, entró una pareja. Él era ciego y ella parecía a un paso de estarlo, pues miraba como si todo estuviese nublado, forzando la vista, pero no llevaba bastón. El hombre, además del bastón, en la otra mano sujetaba la correa de un perro lazarillo. Un pastor alemán. Uno nunca sabe qué va a pasar en estos sitios con los animales. Es decir: no sabemos si les permitirán el paso o no. Pero sí se lo permitieron. Un perro lazarillo es el sustituto de los ojos de alguien que no ve. Y es, a la vez, su amigo, su confidente y su guardaespaldas. ¿Cuántos hombres conocen que cumplirían ese cometido constante sin pedir nada a cambio? La pareja tenía entradas para dos asientos hacia mitad de fila. La gente ya estaba sentada cuando llegaron. Los espectadores, para permitir el paso, tuvieron que salir al pasillo. Un jaleo, porque allí mismo aguardábamos unos cuantos para que nos guiaran hasta nuestra butaca. Antes de sentarme pude ver que el hombre colocaba al perro a sus pies. Y supongo que el animal estaría un poco apretado en ese espacio, pues el hueco entre las filas era mínimo, y yo mismo lo sufrí en mis rodillas.
Antes de empezar la obra me pregunté si tenía lógica ir al teatro (o al cine) sin poder ver las escenas (o las imágenes). O si tiene lógica acudir a un concierto si uno padece sordera. La respuesta es afirmativa, creo. Quienes carecen de un sentido potencian los demás, de tal manera que al oído del ciego no se le habrán escapado detalles sonoros que sin duda yo me habré perdido. Sí, los sonidos. La habilidad de los actores para moverse deprisa o despacio. Además, ¿no les ha ocurrido, en el cine o en el teatro o en una sala de conciertos, eso de que el tipo de delante mida dos metros y medio y les dificulte la visión? No me digan que nunca han estado en una de esas salas en las que te toca un sitio con una columna que entorpece el cuadro completo. Una muestra: el tío que se nos sentó delante en el teatro tenía el peinado de Tim Burton, lo cual nos robó parte del escenario. Al comenzar la obra recordé un momento de hace muchos años. Una anécdota que ocurrió en Zamora. Mi abuelo materno, que empezaba a mostrar evidentes síntomas de esa sordera propia de la vejez, fue al cine a ver “Amadeus”. Adoraba la música y un biopic de Mozart le parecía algo muy atractivo. A mí también. Me senté con ellos y, cada poco, mi abuelo le preguntaba a mi abuela por los diálogos: “¿Qué ha dicho?”, y entonces mi abuela, paciente y solícita, le recitaba un resumen de las frases de los personajes. “Ha dicho que…” Y así escuché los diálogos dos veces. Recitados por Salieri y por mi abuela. O la primera vez que presenté un libro. Ellos asistieron al acto. Cuando terminó, fui a saludarlos y a besarlos. Ambos estaban llorando por la emoción (pese a que, probablemente, hice el ridículo durante el evento). Y mi abuelo me dijo: “Ha estado muy bien, José Angel. Aunque no he entendido nada porque no os oía desde aquí atrás”.
Mientras duró la función de la otra tarde en el teatro hubo lo habitual en la mayoría de estos casos: gente tosiendo con violencia, gente carraspeando para aclararse la garganta, algún teléfono móvil, algún comentario a media voz. Y, por cierto, quien mejor se portó allí fue el perro. Ni un suspiro, ni un ladrido. Nada.