En las series de televisión, en las películas, también en los libros y en otros medios (aunque hoy los vamos a dejar aparte, concentrándonos en filmes y seriales), existe algo que llaman subtexto. Es el mensaje cifrado, la intencionalidad implícita, lo que atañe al subconsciente del espectador aunque no se dé cuenta. Lo que viaja en el subterráneo, bajo las palabras y las imágenes. Ejemplos conocidos son los diálogos de las películas de Bogart y Bacall: están hablando de caballos, pero esa conversación encubre una charla sobre sus gustos sexuales. Ese subtexto no lo pillaría un crío, se le escaparían las referencias adultas, los juegos de palabras y los dobles sentidos. Suele citarse otra escena emblemática: cuando Craso y Antonino, en “Espartaco”, mencionan las ostras para reflejar que “entienden”. Esos diálogos supusieron antaño una buena argucia para eludir la censura. Si no se puede hablar de los gustos sexuales, hablemos de ostras. Si no se puede hablar de un revolcón en la cama, hablemos de montar caballos. El subtexto, también, es el mensaje oculto, no explícito, que el tío que sólo va al cine a comer palomitas jamás sabrá identificar. Si a un espectador corto de entendederas le preguntas qué significa en realidad “Rocky IV”, no sabrá la respuesta. Dirá que es “de boxeo”. Ignorará el subtexto: la supuesta superioridad de los norteamericanos sobre los rusos en tiempos de guerra fría. Aunque hay que ser zote para no advertirlo.
Tras este introito, pasemos a una serie cuya segunda temporada acaba de terminar y que, en su último tramo, ha dado un giro radical. Me refiero a “Sin tetas no hay paraíso”, que me enganchó porque el género de policías, ladrones y mafiosos es uno de mis favoritos, y porque está por encima de la media de las series españolas. Ya emitieron el último episodio. Como saben, rodaron dos finales. El final feliz: el Duque y Catalina escapan, se casan, tienen un hijo y comen perdices. Y el final triste: a él lo asesinan y a ella la encarcelan. Eligieron el segundo. Tras los créditos estuve reflexionando. Quien no haya visto la segunda temporada, que no siga leyendo.
La serie dio un giro total. Hasta entonces habíamos visto a los mafiosos, las prostitutas, las strippers y los traficantes ricos como personajes con cierto glamour, que nos atraían. En los últimos tramos, a sus responsables les entró una especie de ataque de moralina. Vean: los principales policías se salvan; los drogadictos se rehabilitan; el ciudadano corriente con afición al juego supera su ludopatía; la actriz porno recibe un premio porque, al fin y al cabo, es una actriz; otra de las chicas tiene un hijo y sienta la cabeza; todos los mafiosos mueren; y la protagonista, que había empezado a pegar tiros, acaba pagando sus errores en prisión. Así no terminan las películas de Hollywood sobre la mafia. Así no sucede en la vida real. En la vida real la mitad de los capos se salva y los polis muerden el polvo. Porque en la realidad los malos ganan. El subtexto de “Sin tetas no hay paraíso” en su conclusión, en esta temporada, nos dice bajo sus mensajes cifrados que el crimen se paga, que quien vulnera la ley acaba con una bala en la nuca y que los ciudadanos respetables que no se pasan de la raya pueden rehabilitarse. Una inyección de moralina. No me la esperaba. Y no me gustó. Me pregunto si alguien de las altas esferas ha dado un toque de atención a los responsables de la serie para que los adolescentes que la seguían no tomaran ejemplo de sus protagonistas sin ley ni moral. Para demostrarles que, si uno opta por el tráfico de droga, la prostitución, la venta ilegal de armas y el crimen, sólo hay dos caminos posibles: muerte o cárcel. Pero sabemos que eso no siempre ocurre en la vida real. Suelen ganar los malos.