Entre las últimas y variadas modas de estos tiempos creo que no hay ninguna más molesta, horrenda y hortera que esa manía de los chavales de utilizar el teléfono móvil como si fuera un equipo de música. Sobre todo afecta, creo yo, a los usuarios de los transportes públicos: en el autobús, en el metro y en el tren de cercanías. También se da en la calle. Pero en la calle hay un sistema infalible para huir de ese ruido: cambiar de acera o alejarse del impertinente que nos tortura. En Madrid se cansa uno de esta moda. No sé si es frecuente en Zamora, dado que no hay red de metro y se utiliza menos el autobús, aunque cuando estuve por allí estas navidades no vi a nadie con la música del móvil a toda pastilla caminando por Santa Clara. Hay tanta aversión a estas tribus con teléfono musical que incluso han creado un grupo en Facebook: “Odio a la gente que cree que el móvil es un radiocasette”, que ya cuenta con más de cincuenta mil seguidores y suma más de mil mensajes para opinar del tema.
Supongo que esta moda nace de esa otra que nos importaron de otros países, y que aquí no funcionó o eso me parece a mí: la de los raperos con loro al hombro. En España los conocemos más por las películas. Pandas de individuos con un porteador que se echa el casete gigante al hombro y pone una cinta o un dvd con rap o con hip hop o con lo que sea que escuche esta peña. De ese modo, la música se extiende a otros ciudadanos y a los demás nos toca soportarla. Sin embargo, antaño había una diferencia: cada panda llevaba sólo un loro, lo cual suponía escuchar un único hilo musical. En la actualidad, lo que se ve en el metro es diferente: todos los chavales usan teléfono móvil desde la cuna, así que la mitad de una pandilla lleva música en el teléfono. Quiero decir que entras en un vagón, como le pasó a uno de mis colegas, y lo invade una horda de chavales y cada uno de ellos esgrime un móvil con la música puesta a un volumen matador. El resultado es incongruente dentro de la incongruencia. Me explico: si es incongruente ir por ahí con música en la mano, más aún lo es el hecho de juntarse varias personas con bandas sonoras diferentes. ¿No se vuelven locos? Cada uno tiene sus gustos musicales y ahí no deberíamos entrar. Pero no resistimos la tentación de hacerlo. Porque, si aún escucharan una música decente, que alegrara el oído, el resto de pasajeros tal vez no se molestaran tanto. A poca gente le disgustaría, por ejemplo, una canción beatle. El mayor incordio es que la banda sonora de esos móviles es muy hortera. Es lo que algunos califican de “música ratonera”. Y dicha melodía sólo gusta a unos cuantos. Al margen de los gustos, a algunos pasajeros les apetece leer en el vagón, o echarse siestas rápidas antes y después del trabajo, la típica cabezada para relajar los ojos tras tanto madrugón y tantas horas de oficina o de fábrica o de lo que sea. O les gusta disfrutar de una conversación. Y con los móviles sonando no pueden.
Prefiero a un buscavidas callejero que se mete en el vagón a tocar un acordeón o el tema principal de “El padrino” con un xilófono: al menos tratan de ganarse unas monedas. Los sufridos ciudadanos se preguntan por qué estos oyentes no se compran unos sencillos auriculares. No me vale la excusa del dinero: si uno tiene móvil, puede acceder a unos cascos. Tal vez sea una llamada de atención, como esos conductores que ponen chunda-chunda en el coche al máximo volumen y abren las ventanillas para que la ciudad entera sepa que tienen mal gusto (aunque ellos piensen que es bueno). Al final tengo que darles la razón a quienes dicen que, en esta vida, la suma de nuestros comportamientos depende de la educación. O algo así.