domingo, enero 11, 2009

Malos alumnos

Daniel Pennac fue mal alumno. Él mismo se describe en el tiempo de la escuela como perezoso, negado, reticente a la memorización. Un zoquete. La clase de muchacho al que todos los profesores califican de hombre sin futuro. ¿Todos? No, no todos. A él lo salvaron tres profesores que partieron de cero, que se tomaron la molestia de ayudarlo. También desempeñaron un papel fundamental el amor y la literatura. Pero no sólo eso. El alumno debe poner de su parte. De lo contrario, no hay remedio. Lo que son las cosas: Pennac terminó convertido en maestro y en escritor. Regresó a esas aulas en las que había fracasado tantas veces para enseñar a otros, para ayudar a los demás a aprender y a encontrar su propio camino. No siempre lo consiguió. ¿Hay alguien que lo logre siempre? No olvidemos los casos perdidos. Tras su etapa de docencia relató sus experiencias de profesor y alumno en un ensayo convertido en best-seller (uno de esos raros libros buenos que venden mucho): “Mal de escuela”.
No me atrevería a decir que “Mal de escuela” es imprescindible. No creo que lo sea. Pero resulta muy interesante para padres, para alumnos, para profesores, porque nos ofrece las claves de una experiencia. La del hombre que es la oveja negra del rebaño y más tarde se convierte él mismo en pastor para guiar a otros rebaños. Y es una lectura seductora para cualquier amante de la literatura. Posee el ritmo de los capítulos breves. Nos debería interesar lo que ocurre en las aulas, pues son el puchero en el que se cuece la materia prima de la que luego salen los adultos. Escribe Pennac: “De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros”. Leo el libro en una tarde. Este ensayo me transporta a mi infancia y adolescencia. ¿Fui un mal alumno? Ya lo he confesado varias veces: de los peores. De cero en cero. De amonestación en amonestación. Asignaturas para septiembre. Clases particulares en verano. Castigos, broncas. Novillos. No fue agradable. Fui aguantando el tirón, aprobando en septiembre y de chiripa hasta que hice tres veces el mismo curso, en el Claudio Moyano de Zamora. A Pennac le salvaron tres profesores, el amor y la literatura. También ese día en el que un profesor le pidió que escribiese una novela breve como ejercicio. Rescato de mi memoria ejemplos parecidos. Porque aquello sí me motivaba: el cuento que nos encargaron escribir en el colegio, los relatos del instituto y de la universidad. Eso sí tenía un sentido para mí. Pero hace falta algo más. En el Claudio tuve algunos buenos profesores, de los que sólo voy a citar a Juan Carlos Alba porque durante ese tiempo se convirtió en una especie de ídolo para muchos de nosotros. El empujón definitivo me lo dieron una chica y un amigo, su primo. Entonces me dije: “Bien, no te gusta esto. Pero es mejor que poner ladrillos. Así que acaba el trabajo”. Y lo hice. Sigo siendo un mal alumno, no obstante: hoy no estudiaría ni aunque me pagaran por ello.
El autor nos ofrece ejemplos válidos. Apunta al síntoma propio de muchos maestros: una especie de desprecio por el zoquete, como si fuera alguien que no está a la altura del resto, de los que saben y atienden y estudian, como si fuese alguien al que no se puede salvar porque no se deja. Pero hay que tratar al zoquete sin aludir a su futuro. Sin distinciones ni juicios. Para Pennac es un modelo: “La prudencia pedagógica debería representarnos al zoquete como al alumno más normal: el que justifica plenamente la función de profesor puesto que debemos enseñárselo todo, comenzando por la necesidad misma de aprender”. Lean “Mal de escuela”.