Me contó alguien esta anécdota y me sugirió que la relatara en un artículo y así lo haré. Intento imaginar lo que me dijo y trasladarlo al papel. Sucedió el viernes pasado, el día de la nevada, los atascos y los retrasos. Mi amigo regresaba a Madrid tras un viaje de trabajo. Circulaba por la M-50 cuando se vio metido en el atasco. Cuatro carriles repletos de vehículos parados, sufriendo el temporal de nieve, con cientos de conductores desesperados por llegar a sus destinos. Un paisaje blanco alrededor que no permitía ver el entorno. Copos de nieve, hielo, viento. Mi amigo, todavía con el coche detenido, vio que zigzagueando entre los vehículos de delante se acercaba gente corriendo. Corriendo muy deprisa. La primera reacción, claro, consiste en asustarse. Quizá porque estamos influidos por el cine: una imagen recurrente de las películas sobre catástrofes es la de hombres y mujeres que huyen a pie por las carreteras, en dirección contraria a los coches parados en un atasco, mientras un villano, o un monstruo, o una fuerza de la naturaleza los obliga a abandonar sus medios de transporte.
A medida que las siluetas de la gente que corría hacia allí se distinguían en mitad del temporal, pudo ver que se trataba de chavales. Tal vez adolescentes. Eran varios. Cada uno de ellos, a una velocidad inaudita para la que estaba cayendo, se aproximaba a un vehículo, daba unos golpecitos en la ventana del conductor con el nudillo y luego hacía el gesto de pedir un cigarro. Ya saben: el acto común de llevarse dos dedos a los labios y hacer como que falta un pitillo. En algunos casos, en vez de un muchacho por coche, se acercaban dos de ellos. Es decir: uno daba golpecitos en la ventanilla del conductor y el otro se ponía junto a la puerta del copiloto. Cuando estaban a uno o dos coches de distancia del suyo, se fijó en lo que hacían de verdad: con una mano llamaban a la ventana y distraían al conductor con el gesto del cigarro, mientras con la otra probaban la manilla, a ver si la puerta estaba abierta o cerrada. Cuando actuaban dos a la vez, quien probaba las puertas era el que se ponía en el lado del copiloto. Luego uno de los chavales llegó hasta el vehículo de mi amigo, que había puesto los seguros de las puertas, y, mientras le hacía el gesto de pedir tabaco, oyó el “clac” de la manija. Un par de veces. Era una banda de críos. Dijo que se trataba de inmigrantes, probablemente de origen árabe. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es el hecho en sí: en un paraje desolado, sin nada a ambos lados de la carretera, en un lugar sometido a un duro temporal de nieve y ventisca, congelándose entre el hielo, aparecen muchachos tratando de robar en los coches detenidos en un atasco. Porque, si encuentran una puerta abierta y roban una maleta, o un móvil, o un ipod, o un reproductor de dvd, o lo que sea, para revenderlo en el mercado negro, ¿qué opción le queda al conductor? No puede abandonar su coche en medio de la tempestad para dedicarse a pillar a unos chiquillos que corren como balas entre los vehículos. No puede recurrir a la policía o a la guardia civil porque allí no había nadie.
El origen de esto es lo que decía mi amigo: el hambre, la crisis. ¿En qué grado de desesperación y miseria pueden estar unos chicos para meterse en la M-50, en plena nevada, y dedicarse a tratar de desvalijar a los conductores? “No sé a dónde vamos a llegar”, concluyó. “Porque la gente tiene que comer”. Entonces me vino a las mientes “La carretera”, el libro de Cormac McCarthy donde bandas de hombres desesperados practican el canibalismo porque no hay mucho que comer. El futuro no será tan negro como en la novela. Aunque, ¿quién puede saberlo?