Gregory House es un gran fingidor. En numerosos capítulos se inventa algo para conseguir sus propósitos: una dolencia, una enfermedad, una excusa para irse a casa. Se trata de un mentiroso que engaña para alcanzar un objetivo más o menos noble, dependiendo del caso: curar a un paciente, demostrar que tiene razón en sus teorías acerca de un enfermo, conseguir un capricho o que los demás se apiaden de él. Ha empezado la quinta temporada de “House” y yo llevaba esperándola mucho tiempo. Eché de menos la serie en los últimos meses del año. Aunque en esta última edición de los Globos de Oro Hugh Laurie no se haya llevado el premio, sigo fiel al doctor. En la cuarta temporada nos dejaron con el sabor amargo de un final sin concesiones. Moría la novia de Wilson (Robert Sean Leonard) en un accidente. Aquello dejaba en peligro la amistad entre House y Wilson. Nos gusta House, pero Wilson es el personaje de la serie que posee un corazón de oro. House es la clase de tipo que no quisieras tener como enemigo. Wilson es la clase de tipo que quisieras tener como amigo.
Resulta que, desde hace unas semanas, compagino la lectura de “Todo Sherlock Holmes” con otros libros. El personaje de Arthur Conan Doyle es la base sobre la que construyeron al doctor House. Disfruto estos días con los relatos y novelas de Conan Doyle sobre Holmes y, al mismo tiempo, con la quinta temporada de la serie. Veo las similitudes y las diferencias. Sherlock Holmes no trata tan mal a John Watson como lo hace House con Wilson. Incluso Holmes y Watson tienen sus fórmulas de respeto: se tratan de usted incluso compartiendo el techo y el alquiler de un piso. A veces uno piensa que Watson le aguanta demasiado a Holmes, que es huraño, que rehúye las relaciones con mujeres, que se pasa horas en silencio meditando o que recurre a disfraces y artimañas sin haber prevenido antes a su colega.
En “House”, como decía al principio, hemos visto varios capítulos en los que el doctor finge alguna dolencia o alguna enfermedad. A menudo con un único propósito: salvar a un paciente. A veces llega más allá y prueba en su organismo algo que resulta pernicioso para él, pero que lo acercará al enfermo y a sus síntomas. Tras ver el primer episodio de la quinta temporada, abrí mi ejemplar de “Todo Sherlock Holmes” y leí el relato titulado “La aventura del detective moribundo”. Comienza con un aviso al narrador, Watson: el señor Holmes está muy enfermo, en su casa, al borde de la muerte, y se niega a llamar a los médicos. Cuando Watson va a visitarlo, en efecto, lo nota en las últimas: molido, tembloroso, delirando. Pero Holmes, sin haberle dicho nada, se prepara para resolver un caso sin levantarse de la cama. Ruega a su colega que llame a un plantador al que conoce. Él es el único que sabrá resolver la extraña enfermedad que sufre. Dicho plantador es un hombre que ha enviado un veneno a Holmes, y confiesa el envío y un crimen anterior mientras disfruta creyendo que el detective está a punto de morir y lo despide en los que él cree son sus últimos minutos. Tras la confesión, Holmes revela sus cartas: ha fingido el envenenamiento mediante tres días de ayuno, que debilitan a cualquiera, y un poco de maquillaje en el rostro. Watson, escondido y ajeno a la treta, es testigo de la confesión. Y así es como detienen al plantador. El detective, en vez de ejecutar su plan contándoselo a alguien, guarda el secreto hasta la resolución del caso. Y así, tanto su fiel colega como su casera sufren durante unas horas pensando que va a morir. Esa clase de artimañas y fingimientos están bien captados en los abusos de House en la serie. Y nos preguntamos si ambos tienen corazón.