El 3 de enero de 2009 me llamó por teléfono el poeta Tomás Hernández Castilla. Se estaba recuperando de la muerte de su padre, unos meses atrás. Hablamos de literatura, de hijos, de nuestras parejas, de esto y de lo otro. Y finalmente dijo: “Seguimos vivos, José Angel. Seguimos vivos”. Entonces supe que me había llamado sólo por eso: para celebrarlo.
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