Siempre criticamos los copiosos desayunos de los ingleses, destacando la sobriedad española a la hora de levantarse y tomar un café y poco más antes de encarar el día. Pero la semana pasada pude comprobar que a veces se necesita un desayuno de varios platos antes de afrontar una ciudad tan fatigosa y helada. Dicen que es la comida más importante del día: por algo será. Así que, en la mañana previa a nuestro regreso a España, quise desayunar uno de esos platos típicos (la noche anterior no había cenado, con lo cual me sobraba hambre). Estos fueron los ingredientes: judías con tomate, huevos fritos, champiñones, bacon, salchichas, pan de molde y té. El té de Londres es delicioso. El desayuno fue sabrosísimo y me sirvió para coger fuerzas para una jornada de caminatas, acarreo de maletas, metro, tren, aeropuerto, avión y, de nuevo, metro. La leyenda dice que se come mal en Inglaterra. En la ciudad en la que yo estuve no es así porque uno cuenta con infinitas posibilidades gastronómicas: comida china, japonesa, libanesa, cadenas de fast food, hamburgueserías. Por Notting Hill hay varias tiendas donde aprovisionarse de productos españoles de importación. La ciudad siempre huele a comida rápida. Por todas partes abundan los puestos, las cadenas, las furgonetas, que despiden un fuerte olor a cebolla frita y a especias. Una noche cenamos en el Kulu Kulu, un restaurante japonés de Picadilly Circus (en Brewer Street), un sitio barato donde disponen de una barra móvil de la que el comensal va cogiendo los platos que se le antojen: sushi, sopa de miso, algas, arroz, etcétera. Luego el tipo de la caja cuenta los platos y hace la suma. En Camden, fuimos a comer a Haché, que tiene fama de servir las mejores hamburguesas de la ciudad. Es un local pequeño, con suelos de madera y espejos en las paredes, en el que devoré una hamburguesa que incluía queso azul, tomate, rúcula y cebolla roja. Tomen nota: está en Inverness Street.
Pero lo mejor, para mí, fueron los pubs. Uno goza cuando se sienta allí, con una pinta de ale (se sirve menos fría que otras cervezas), con buena música pop de fondo y el rumor de las conversaciones envolviéndolo todo. Me encanta la decoración antigua, el ruido de la madera, el ambiente un poco penumbroso. Una vez comimos en uno de ellos. Se estaba bien, apenas había tres personas allí y pude probar las fish & chips, o sea, el plato tradicional con patatas fritas, pescado rebozado y guarnición de guisantes. En el pub The Two Brewers, en Covent Garden, leí un cartel en el que contaban la historia del local. Lo que me interesó fue que, al parecer, aquella zona algo fantasmal y enigmática había inspirado parte de “Casa desolada”, la novela de Charles Dickens de unas mil páginas. De vuelta a Madrid fui a comprarme un ejemplar, en la edición de Valdemar. Me entusiasman los libros de Dickens, pero éste no lo tenía.
Algo curioso (e inaceptable en España, me temo) de los pubs ingleses es que la gente comparte las mesas con desconocidos. Uno se sienta a una mesa y, por pequeña que sea, no falta quien se acerca, pregunta si puede poner allí su cerveza y se acomoda. Eso logra que se den situaciones extrañas: por ejemplo, dos parejas que nunca antes se han visto las caras se sientan frente a frente o codo con codo. Un tipo, en la misma mesa que nosotros, se puso a hablarnos, a pedir que brindáramos por la Navidad. Se aprovecha hasta el mínimo hueco y es lógico que así sea porque las tabernas se petan ya a las cinco de la tarde. Los pubs constituyen paradas necesarias para el viajero, tras tanto merodeo por los mercadillos, los museos, las librerías y los túneles del metro. Dentro, uno recupera calor y toma fuerzas. Y puede comer allí.