jueves, diciembre 11, 2008

Paseos por Londres (y 2)

Avanzamos por callejuelas y barrios bulliciosos, miramos las fachadas de las tabernas y los pubs, observamos la majestuosidad de los puentes, el agua turbia del Támesis, las cabinas rojas de los teléfonos, el Big Ben, el Ojo de Londres (la noria en la que nunca me subiré), el monumento a los británicos que combatieron en la Segunda Guerra Mundial. Junto al Big Ben hay docenas de policías. Han cortado el tráfico para que sólo pasen coches oficiales. Alguien pregunta a un poli quién va a venir. En su respuesta alcanzo a entender: “The Price Minister”. Por el cielo vuelan los helicópteros. Hay agentes a caballo, en motocicleta, en coches, en furgones, a pie. Me cruzo con un policía que sujeta una metralleta cuyo tamaño asusta e impone respeto. En “Sin tetas no hay paraíso” decía un tipo que existen dos soluciones para determinados asuntos: o plata o plomo. Estos policías llevan mucho plomo encima. Caminamos por Hyde Park y Kensington Gardens y hace un frío del carajo. El aire está helado y corta y me duelen las manos y las piernas y la nariz y no importa lo mucho que me haya abrigado: el frío lo traspasa todo. Traspasa el abrigo, el jersey de cuello alto, la camiseta de manga larga. Londres me sobrepasa. Me apasiona, pero me hiela los huesos.
En Trafalgar Square está la National Gallery. Entrada gratuita. Pasa por delante un hombre de gafas redondas y barba blanca que se parece al Papá Noel que vemos en el cine. Entramos a ver maravillas. Cuadros de Tiziano, Giorgione, Tintoretto, Velázquez y su “Venus del espejo”, Murillo, El Greco, Zurbarán, Caravaggio, Gauguin, Monet, Manet, Picasso, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Cézanne, Van Gogh y la versión más conocida de “Los girasoles”. Demasiado para mis ojos. Demasiada belleza. El edificio, inmenso, rico en habitaciones conectadas entre sí, en pasillos y escaleras, está colonizado por colegiales. Excursiones de niños, cada panda vestida con un color: rojo, azul, verde… Ellos parecen disfrutar y atienden a las explicaciones, pero cuando cruzan de una sala a otra meten más ruido que los gremlins. Lógico: son niños. Buscamos desesperadamente “La familia Arnolfini”, de Jan Van Eyck. Al llegar, hay un lugar vacío. Una nota explica que han llevado la legendaria pintura a una exposición temporal del edificio, pero cobran entrada y renuncio. Cerca de allí, una expo de fotos de Annie Leibovitz: tampoco entramos porque soplan once libras. En algunas calles hay avisos: previenen de los ladrones y estafadores que pululan por el área.
Paseamos por Charing Cross Road y su riqueza de librerías bohemias, con aire antiguo y polvoriento. Anuncian el estreno de varias obras teatrales, protagonizadas por monstruos de la escena: Ralph Fiennes, Judi Dench, Jude Law, Kenneth Branagh, Derek Jacobi. Anuncian millones de musicales. Hay musicales para todos los gustos. Entramos en el populoso Chinatown, mezcla de jaleo y colorido donde proliferan las tiendas y los restaurantes. Recorremos Whitechapel: por donde Jack el Destripador destrozó a sus víctimas. Entramos en The Clink Prison Museum: cinco libras. Vemos las cadenas y los cerrojos y los instrumentos con los que torturaban a los presos: la bota, el cinturón de castidad, la silla, la jaula para la cabeza. El tajo y el hacha. Rastros de dolor y violencia. Y no puedo olvidar la riqueza estética de Notting Hill: sus casas con verjas de hierro y los mercados de Portobello Road. Ni el Soho, ni Camden Town, un mundo aparte. Ni Paddington, la zona en la que nos alojamos, tan tranquila y llena de españoles de paso. Londres es inabarcable, elegante, inolvidable, un cruce de razas y de culturas que la han convertido en una de las ciudades más importantes del planeta.