Me senté a una mesa del pub. Al lado había una pareja de ingleses (en torno a los cuarenta y muchos, calculé). En un momento de la noche me quedé solo y el hombre empezó a hablar conmigo. Abrió un plano de la ciudad y desató su verborrea. Yo no entendía nada. Miento: entendí la palabra “tourist”. Creí que se refería a mí, y que ansiaba enseñarme lugares dignos de visitar. “Un tipo amable”, pensé. Luego me dije: “¿Y qué va a hacer un habitante de esta ciudad llevando encima un plano de la misma? No tiene sentido”. Señalaba la placa con el nombre de la calle que veíamos desde los amplios ventanales, y luego pasaba el índice por el callejero. Soy capaz de leer en ese idioma, pero me cuesta seguir a un inglés cara a cara. “I don’t understand”, acerté a decir. Lo cual amplió sobremanera mi vocabulario de esos días, que había consistido en soltar dos abreviaturas: “Hi” y “Bye” (miento: una mañana dije “Good morning”). El hombre desistió. No era para menos. Después alzó su pinta para que brindáramos por la Navidad, aunque estábamos a cinco de diciembre. Todo este asunto me incomodó. Me cuesta intimar con desconocidos, y más si no hablamos el mismo idioma.
Me senté en mi plaza del avión. Pensé: “Espero que nadie se siente en la butaca de mi izquierda”. Un minuto después me preguntó un señor, en español: “¿Está libre?”. Se sentó a mi lado. Pero antes trató de colocar su equipaje de mano. Ya no cabía en los portaequipajes, así que una parte la embutió entre sus piernas y la otra en el regazo. Este era el equipaje: un abrigo voluminoso, una bufanda y creo que un jersey, una bolsa de plástico naranja y un bolso-maleta tan pesado que parecía contener un cadáver. Lo más gracioso es que llevaba la maleta (a pesar de sus asas en buen estado) dentro de una bolsa blanca de plástico, de las del supermercado. Yo estaba leyendo una novela que, por cierto, no me estaba gustando y tenía prisa por acabar. A mitad de viaje me preguntó cómo llegar desde el aeropuerto hasta el centro de Madrid. El señor, con muy poco pelo, ya cano, parecía “El abuelo va a la ciudad”: sólo le faltaban una cesta con huevos y una boina. Un poco después, y sin venir a cuento, empezó a soltar frases dirigidas a mí: “La eta ha matado a un empresario vasco”, “En España no están preparados para gobernar al nivel europeo”, “Llevo años viviendo en Inglaterra y estoy muy a gusto”… A las que yo iba respondiendo: “¿Ah, sí?”, “Ajá”, “Hum”… Entre frase y frase, milagrosamente logré acabar la novela. Me revienta que me hablen cuando estoy leyendo.
Me senté en una butaca del teatro. A mi izquierda: una abuela solitaria que se parecía a Livia Soprano, la madre de Tony. Faltaban quince minutos para el comienzo. Cada cinco minutos salía una voz metálica de su móvil: “Son las ocho y veinte”. Por los altavoces dijeron que la función iba a comenzar. A Livia Soprano yo debía darle miedo, porque en vez de dirigirse a mí, giró el cuello y le pidió al señor de atrás que le apagara el móvil, que ella no veía bien. El tío se lavó las manos: “No sé, señora”. Livia dijo: “Bueno, espero que no suene”. Tres segundos después se echó encima de mí, como si fuéramos a morrearnos: “¿Usted entiende de móviles?”, y contesté: “Yo entiendo del mío”. Pero estaba aterrorizado por la posibilidad de que el móvil sonara durante la obra, así que traté de apagarlo. Apreté con fuerza el botón cuando salían los actores a escena y entonces dijo la Soprano: “Tiene que sonar una música al apagarse”. Y pensé: “No me jodas, ahora el público va a creer que soy culpable del ruido”. Y me tocó encenderlo al término del espectáculo, durante el cual la señora estuvo tosiendo y bostezando a partes iguales. ¿Hace falta decir lo mucho que me reventó esta situación?