Aquí, en Madrid, nunca hace demasiado frío. O no hace tanto como en Zamora, que es la tierra en la que me crié. Estos días, sin embargo, las temperaturas de Madrid y el aire helado me han traído a la memoria los inviernos zamoranos. Los inviernos zamoranos son durísimos. Niebla y lluvia, poca gente en las calles a partir de las ocho y media de la tarde, vientos que cortan las narices y las orejas. Camino por la capital y pienso en mi ciudad y en esos paseos diarios que me daba por el casco viejo. Eran caminatas idénticas. Casi siempre acompañado. A veces solo. Con abrigo, con las manos heladas, pero satisfecho. Paseos por la orilla del río, por los alrededores de La Catedral, por los parques de San Martín, por esas calles repletas de piedras donde solamente se oía el ruido de nuestros pasos. En alguna ocasión había que detenerse y entrar en un café, para recuperar el calor. Pienso en los últimos años de la década de los noventa, cuando apenas tenía un chavo en el bolsillo y mis tardes laborables eran idénticas: consistían en caminatas hasta el casco antiguo, con los miércoles reservados para el cine. Salía de casa, pongamos un martes, a las ocho de la tarde o incluso antes. Regresaba al hogar en torno a las once y pico. Volvía aterido. En aquel tiempo me obsesionaba lo de salir a diario a tomar aire fresco. Era incapaz de pasar más de doce horas en casa sin poner el pie en la calle. Cuando vivía en Salamanca mis costumbres no cambiaron demasiado. Incluso en época de exámenes, cuando algunos compañeros de piso se recluían durante una o dos semanas, yo sentía la necesidad de pasear.
No sé cómo fui capaz de soportar tantas horas de heladas, envuelto en niebla, con itinerarios fieles en torno al Castillo. Supongo que estaba hecho al frío, que es lo que le ocurre a uno si vive en Zamora: si luego te mudas de ciudad, ya no tienes la resistencia de antaño para soportar ese aire que corta como una navaja. Y no sólo eran las bajas temperaturas. También influían las calles vacías. No había nadie por ahí. Salvo una pareja, o un tipo sacando al perro a orinar. Algunas tardes eran deprimentes o así las recuerdo yo ahora. Sobre todo, las tardes de los lunes. Aunque los lunes suelen ser deprimentes estés donde estés, vivas donde vivas y hagas lo que hagas. En Zamora, el Día del Espectador cae en miércoles. En los cines más próximos al piso de Madrid, el Día del Espectador cae en lunes. Y es mucho mejor así. He variado esa costumbre, ya no voy al cine los miércoles, sino los lunes, y el lunes es mejor pasarlo distraído, viendo una película, con la sala llena de gente y con el calor humano que reconforta aunque el público sea a veces un poco pelma.
A cambio del frío, de soportar dolor en la nariz, en las orejas, en las manos y a veces en los pies, tenías la ventaja de disfrutar de la visión nocturna del Duero. Quiero decir que, al final del trayecto, estaba la compensación. Que merecía la pena ir cada tarde para acodarse durante un rato en los miradores y escudriñar el río. Era mucho lo que soportábamos. Al final uno envejece o se le quitan las ganas de pasar frío o ya no es tan inquieto como en los años mozos. Porque ahora también me veo incapaz de esperar en la calle a que venga la procesión, en Semana Santa. Antaño pasábamos dos horas en la acera, con el cuerpo helado, tal vez comiendo pipas, comentando la jugada, hasta que aparecían los primeros cofrades. Y me vienen a la memoria, a veces, esas noches interminables en las que era capaz de salir de casa a las ocho de la tarde y regresar a las nueve o diez de la mañana. El frío siempre me acompañaba. Aquí, en Madrid, no hace tanta rasca. Los inviernos zamoranos son durísimos.