Todos los viernes me digo que no debería salir el fin de semana y que lo más conveniente es quedarse en el piso y al final siempre me lío o me lían. Esto no significa que esté siempre de bares: a veces es una cena en casa de amigos, o un evento literario que se alarga. El viernes acudí a la presentación de un libro. Fue en un bar. Allí tomé, junto a grandes poetas y amigos, un par de cervezas. Luego la gente de Zamora vino a buscarme y nos mudamos de garito. Antes de la presentación había cenado, y por tanto la suma de kebab y cerveza me llenó. Y me pasé a las copas. Grave error. A pesar de pedir whisky segoviano, Dyc, del que se supone que no te ponen garrafón, a la mañana siguiente me levanté con un dolor de cabeza espantoso. Lo peor fue el regreso a casa aquel viernes por la noche. No fue fácil: autobús hasta Cibeles, una caminata hasta encontrar un taxi y, finalmente, en ese taxi hasta el barrio. Esta noche ya estaré en mi ciudad y, si salgo, podré volver a casa dando un paseo nocturno de diez minutos, que es algo que se agradece, hombre.
La noche del sábado era propicia para quedarse en casa y esta vez conseguí hacerlo. Aproveché la falta de cenas, cumpleaños y compromisos varios para sentarme en el sofá y ver algo en dvd. Antes de eso di una batida por los canales, para ver lo que ponían en televisión. La televisión, en sábado noche, es un paseo visual por el mismísimo infierno. Casi todo suele ser malo. Casi todo da ganas de llorar. Para mi sorpresa, estaban poniendo la primera parte de “El Señor de los Anillos”, un lujo. Supongo que lo hicieron por la proximidad con las fechas navideñas, que traen aparejadas numerosas películas para todos los públicos. Aparte de eso, me parece que el resto era bazofia. Estuve viendo unos minutos de “La noria” porque salía una señora, la madre de alguien que se lió con un famoso, en conexión desde su casa. Caspa pura. Esas entrevistas de la España más profunda me fascinan, por lo que tienen de retrato ibérico de mamá orgullosa del famoso de paso o de pacotilla. ¿Quién no recuerda a las madres famosas por un día que acuden, recién hecha la permanente en la peluquería del barrio, a programas del corazón para defender a sus hijos? Lamento no poner aquí ningún nombre que sirva de ejemplo, pero es el problema de los asuntos casposos: uno se ríe mucho con ellos, pero se le olvida una semana después. Estuve escuchando unos minutos a esta señora mientras hablaba de la relación entre el famoso de marras y su hijo. El conductor del programa le dijo a ella que estaba muy bien. La mujer no oyó bien: “¿Cómo dice?”, y, para evitar confusiones, el otro dijo que se refería a que se conservaba bien, a que estaba en buena forma para su edad, a que podría haber acudido al plató: para que no lo confundiera con un piropo. Con una entrevista así, estas madres tienen ya historias y chismorreos para un año, para que las vecinas las interroguen en la cola del pan, en la pescadería y en el bar de la esquina. Deep Spain. Y para que sea una España profunda en condiciones, es necesario que la maruja en cuestión esté cabreada, con el ceño fruncido y hablando sin pelos en la lengua.
No lo vi entero, claro. Puedo echarme unas risas, pero no soy masoquista. Luego me pasé al tramo final de la tercera temporada de “Los Soprano”. Una delicia, con incorporaciones de Joe Pantoliano, Annabella Sciorra y Burt Young (el cuñado de Rocky, para que me entiendan). Y con un magistral capítulo dirigido por el actor Steve Buscemi. No es una mala opción quedarse un sábado en casa viendo “Los Soprano”. Me sirvió como tregua, que ahora llega la Navidad y uno no para.