Para quien esté de paso en Madrid, o viva allí, resulta indispensable acudir a la muestra de fotografías “De donde no se vuelve”, del leonés Alberto García-Alix, en el Museo Nacional Reina Sofía. Fui a verla el domingo pasado, tras un tiempo aplazando la visita. Era de mañana y hacía fresco en la calle. Desde jóvenes hasta señoras, todos miraban los retratos con respeto y admiración. García-Alix, poeta de la imagen, construye y reinterpreta mundos en blanco y negro que a mí me recuerdan un poco a los de la fotógrafa Diane Arbus, pues ambos son capaces de hallar belleza en la miseria, en la fealdad, en la cicatriz y en el llanto.
Alberto García-Alix es, además, un hombre capaz de desnudar a sus retratados y de autorretratarse desnudo. Y no me estoy refiriendo al desnudo físico (aunque es uno de los rasgos de la muestra: mujeres de piernas abiertas, enseñando sus sonrisas verticales; hombres desnudos de cintura para abajo, sin pudor a mostrar el falo; chicas con los senos al descubierto, en medio de una jungla indescifrable de tatuajes), sino al desnudo emocional, que es más valiente: yonquis metiéndose un pico, con la jeringa en la mano y las venas ya molidas; parejas del arroyo enseñando su amor; heridas con sangre fresca y cicatrices de batallas inconfesables; niños madurando antes de tiempo; gente con enfermedades; gente de mirada chulesca, o de mirada herida, o de mirada asesina, o de mirada lastimosa. Hay en la muestra un paseo por el abismo de los años ochenta: por los drogadictos poetas, por el tiempo de la jeringuilla y el caballo, por la estética de la movida madrileña. En los retratos está Inés Sastre, bella en blanco y negro. Está Camarón de la Isla: su rostro y también sus manos en detalle. Están Eduardo Haro y El Ángel, como ángeles caídos (no es un juego de palabras). Es imposible ya conseguir “Los planos de la demolición”, el libro de poemas de El Ángel que hoy se cotiza en alguna librería de viejo a unos cincuenta euros o más. Hay un desfile emotivo de tatuajes y anillos, pendientes y calaveras, camisas de muertas, condones usados, pies de cadáveres con la etiqueta, de yonquis, actrices porno, prostitutas, moteros, dealers y canallas. Están los cielos de Madrid o de Pekín. Las fachadas de edificios abandonados o que parecen abandonados. Los árboles de ramas que anuncian “la entrada al purgatorio”. Porque, si este fotógrafo es un maestro con la cámara, también brilla su talento en la elección de títulos.
Se palpa el dolor en estas fotos. García-Alix siente cariño y respeto por sus personajes. Se nota en cada imagen. Pero puede que las más duras sean aquellas en las que él se retrata a sí mismo: con una herida reciente en torno al estómago, con un dedo vendado, con sangre en la cara, con una careta y el cuerpo desnudo mientras orina. En las que retrata los lugares donde ha vivido: habitaciones que tenían, junto a la cama, el váter y el lavabo; cocinas donde reina la cochambre, que parecen salidas de algún infierno jamás olvidado; cuchitriles de otra época. ¿Y qué decir de su rostro? Prematuramente envejecido, con cada arruga y cada tatuaje contando una historia, diciendo que no ha sido un camino de rosas, con mucha tristeza en los ojos, la tristeza de quien ha descendido a los infiernos y ha regresado con su cámara y su poesía en las manos. Al salir de la exposición fuimos a La Central, la librería del Reina Sofía y uno de mis locales de cabecera. Por allí estaba Agustín Fernández Mallo. Entré para echarle otro vistazo a “Moriremos mirando”, el libro de textos de García-Alix, pero un tipo se llevaba ya el último ejemplar. Lo acaban de editar.