Bajé al metro y el tren estaba hasta los topes. Entró una señora, casi con calzador. Cuando logró llegar al centro del vagón, junto a una de las barras de sujeción, la pobre estaba asfixiada. Empezó a protestar: “¡Jesús, así no se puede ir!”. Tenía razón, viajar así es un incordio. Sobre todo para los trabajadores que van a la oficina a primera hora de la mañana, con su traje recién planchado o el vestido que termina lleno de arrugas. Sobre todo para las mujeres que entran con su carrito de bebé, y para los niños que quedan medio sepultados por un bosque de piernas de adultos, y para quienes deben caminar con muletas o con un perro lazarillo. Pero, ¿cuál sería la solución? La mujer dijo: “Tendría que venir aquí el alcalde, para que supiera lo que es viajar así en el metro”. Tal vez deberían poner más trenes, y que en algunas paradas viniera un tren cada minuto, en lugar de uno cada cinco o seis minutos. Pero ya sabemos lo que pasa: significa más dinero. La gente se apretuja en los vagones, no hay otro remedio. Y no es agradable. Te contagian sus resfriados. Hueles el sobaco del tío de al lado (y el tío de al lado huele el tuyo, claro). Te sometes a una intimidad no deseada. Te pisan las botas. Te empujan para salir y te empujan para entrar.
Se da otra situación muy curiosa en el metro. Entras en un vagón. Suele estar lleno. Encuentras un hueco de pie, junto a la puerta, quizá agarrado a la barra vertical. Las puertas se cierran. El tren sigue circulando. Y es entonces cuando la gente de alrededor se pone nerviosa. “Perdone, ¿va a salir?”, te preguntan. A mí me lo preguntan casi siempre. Al personal le entran los nervios. Tú te fijas en que entre la puerta de salida y esa señora que te hace la pregunta sólo hay un obstáculo: tú. “Sí, voy a salir”, le dices, y parece suspirar aliviada. “Ah, vale”, se queda tan contenta. O le dices: “No”. Y no te mueves y la mujer se pone más nerviosa. En el metro hay una regla de conducta, no escrita, en la que si te preguntan si vas a salir se supone que debes cambiarle el sitio a esa persona o apartarte para que esté más cerca de la puerta, aun a riesgo de soltarte del pasamanos y perder el equilibrio en la próxima curva. Algunas personas, cuando la respuesta es “No voy a salir”, insisten tanto que te ves obligado a ese desplazamiento, a cambiarles el sitio. Te dan ganas de decir: “Señora, estoy flaco, no le será difícil salir en cuanto lleguemos a la próxima parada. Y aunque estuviera gordo, mis dimensiones nunca alcanzarían el ancho de la salida”. No sé muy bien qué es lo que temen esos viajeros, y hay muchos. Supongamos que tienen miedo a no salir a tiempo, a no bajar cuando toca. Tampoco sería el fin del mundo si así ocurriera: basta con pararse en la siguiente y tomar el tren de vuelta. Tienen miedo y tienen prisa.
En este microcosmos que es el metro madrileño hay otra situación en la que uno discierne el (mal) comportamiento de la gente. El tren llega a una estación, se abren las puertas y, antes de que pueda desembarazarse de su cargamento de pasajeros, las personas que esperan en el andén se abalanzan hacia los vagones. Quieren meterse en el interior antes de que salgan los otros. Se obstinan en entrar como sea. Y por ello se producen situaciones como ésta: el anciano que protesta y se enfada (con razón) porque no le dejan salir, la mujer a la que van empujando hacia el fondo los que entran mientras ella lucha por abandonar el tren, las personas que se golpean hombro contra hombro al ir en sentido contrario. No se saben lo de “Antes de entrar, dejen salir”. Quizá sea el metro el lugar de la ciudad donde uno observa con más frecuencia la mala educación de la gente. El lugar que potencia los cabreos de todo hijo de vecino.