Suele decirse que ninguna adaptación de novela o cuento supera al original. Que la película siempre es inferior. Y no es cierto. Hay casos aislados de filmes que engrandecen la fuente original. No he leído “El padrino”, pero dudo que supere al clásico de Coppola y sus secuelas. De hecho, todo el mundo cita las películas y pocos hablan de la novela de Mario Puzo. Hoy traigo un ejemplo en el que puedo afirmar con rotundidad (es una opinión muy personal) que la película “El exorcista” me parece superior a la novela.
Tiempo atrás leí “La semilla del diablo”. La única novela de Ira Levin que tengo. Me sorprendió gratamente. Luego volví a ver la película de Roman Polanski. Es una adaptación fiel y magnífica. Para mí hay un empate: me gustó tanto el libro como me había gustado el filme. Con una salvedad: el final de Levin es más explícito que el de Polanski, porque describe al bebé. Polanski prefirió sugerir, dejarlo a nuestra imaginación. O no se atrevió a mostrarlo, no sé. Tras aquella lectura compré con optimismo “El exorcista” de William Peter Blatty. El largometraje de William Friedkin es tal vez la cinta que más escalofríos me ha dado, junto a “El resplandor” y alguna más. Se trata de uno de esos casos de lecturas aplazadas. Tenía miedo de que me diera miedo. Suelo estar solo en casa la mayor parte del día y el género de terror construye fantasmas en nuestra mente que luego nos abocan a las pesadillas. A principios de esta semana me decidí a leerla y me duró un par de asaltos. Es un best-seller y, como tal, se digiere con facilidad, entretiene y atrae. Pero no me dio miedo. Quizá si lo hubiera leído de noche, metido en la cama o algo así, hubiese cerrado el libro con terror. Sólo en una ocasión increíble me dio tres vueltas el corazón y se me erizó el vello de la nuca y sufrí un escalofrío. Ocurrió como lo cuento a continuación. Leí el parlamento de la madre de la niña poseída, cuando dice al padre Karras: “Necesita un exorcismo. ¿Lo hará usted?”, y al saltar a la siguiente línea, ya sugestionado por el diálogo, algo hizo ruido dentro del armario. Pero no se asusten, no soy partidario de creer que hay espíritus que mueven los muebles. En estos casos aplico la racionalidad. Abrí el armario y vi lo que había provocado el ruido. Un macuto vacío, tal vez mal colocado en su balda, se cayó de su sitio, quedando atrapado entre la puerta y las camisas colgadas de sus respectivas perchas. Una tontería, pero leyendo ese libro pegué un bote. Coloqué el macuto en su sitio y proseguí la lectura.
La novela abunda en pasajes bien descritos que Friedkin trasladó con mucha fortuna a la pantalla. Por ejemplo: la ya clásica imagen en la que el padre Merrin (el exorcista en cuestión) llega a la casa de la poseída es un calco fotográfico de lo que Blatty nos cuenta con palabras. Sé que esas imágenes tan poderosas y esos diálogos y esas descripciones provienen del autor del libro. Sin ellas, la película no existiría o daría menos miedo. Pero “El exorcista”, el filme, tiene algo que a mí me causa más terror, y que la novela no tiene, no puede tener: las voces, los ruidos, incluso los efectos especiales y maquillajes. El punto más importante del terror es el sonido (y el silencio). La película suele aterrorizarme, aunque hace años que no la veo. Con el libro no me ha ocurrido, aunque reconozco su poder para meternos dentro de la historia y hablarnos de posesiones, ritos satánicos, misterios y profanaciones. Y soy consciente de que la novela tiene más seguidores que la película. No digo que sea mala. Digo que no he sentido el impacto que el filme me provocó.