A nadie asombra ya la capacidad de la televisión para convertir las tragedias en culebrones, los dramas en reality shows, el dolor ajeno en carnaza, las lágrimas en un festival de amarillismo. Saben que lo que vende (y lo que ofende) es sacar el plano de una madre llorando, de una novia destrozada hablando ante los micros, de una abuela tirándose de los pelos. Se aprovechan de ese estado inconsciente en que las personas, trituradas por el dolor, no son capaces de advertir que las va a ver toda España en televisión porque lo que les importa de verdad es que han perdido a alguien. Tal vez unos días después, con más calma y algunas horas de sueño reparador, se darán cuenta de cómo las cámaras las capturaron no para informar, sino para vender carne. Carnaza. Como la que le daban Quint, Hooper y el jefe Brody al tiburón blanco de Steven Spielberg: tajadas gruesas de carne como cebo eficaz. Los espectadores somos los tiburones, los peces que engullimos la carnaza. O no. Porque en realidad muchos preferimos cambiar de canal. De hecho, nos basta con ver el anuncio de marras en el que han convertido los asesinatos en un culebrón para decidir cambiar de canal (nadie apaga la televisión cuando no quiere ver algo, como nos muestran las series y el cine: en la realidad, sólo pasamos a otra cadena).
El fin de semana pasado asesinaron a un chaval de dieciocho años en una discoteca de Madrid. Se le vinieron encima los porteros. Le dieron una paliza mortal. Todo el mundo conoce el asunto y no hace falta que insistamos más. Pero debemos hacer un inciso antes de retomar el hilo del primer párrafo. Los búhos de la noche odian a los porteros. La gente que sale de copas detesta que no le dejen entrar en un garito porque tiene el pelo largo, o porque usa zapatillas. Detesta que las chicas pasen gratis y los hombres tengan que pagar entrada, como si fueran tontos. Pero estas reglas del juego no las imponen los porteros, sino sus jefes. El que está en la puerta obedece. Hay dos tipos de cancerbero: están los que sobrepasan los límites y los que prefieren no cruzar la línea. Abundan los primeros. Y hay unos pocos con sentido común, incluso se puede charlar y bromear con ellos y también suelen aguantar mucha mierda, mucho desvarío de borracho, bromas y vaciles. Otro inciso: hace años, en un viaje de fin de semana a Madrid, vi cómo tres porteros/armarios sacaban a un beodo de una disco, lo tiraban entre dos coches y decidían hacer con sus costillas el baile que se marca Álex en “La naranja mecánica” con el viejo indefenso al que dejan en silla de ruedas. Un último inciso: hay algunos pubs de Zamora en los que no he vuelto a entrar, gracias a la mala educación de sus porteros. Su regulación profesional nos va a venir bien a todos. Para que ningún chaval tenga que morir en la calle, ni agonizar en el suelo mientras sus agresores lo patean.
Tras la muerte de este chico, en televisión (no voy a mencionar la cadena, y en realidad da igual) cogieron unas cuantas imágenes de llanto y dolor de los familiares y amigos, le dieron el enfoque amarillo que parodiaba Oliver Stone en “Natural Born Killers”, pusieron una voz en off con el tonillo dramático que se emplea para anunciar telefilmes de embarazos no deseados y traiciones conyugales, y ofrecieron un paquete de carnaza. Trataron el asunto como si fuese un telefilme de sobremesa. Es lamentable. Sólo vi el anuncio. No hizo falta más. Con eso basta para saber que estaban haciendo (una vez más) el juego sucio con el dolor ajeno. Que convertían una tragedia en un festín televisivo, una suma de morbo y lágrimas.