Nunca había entrado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Esta es una circunstancia común a muchas personas, entre las que me cuento: cuando uno vive en tal o cual ciudad no se dedica a recorrer los rincones y museos que ansían visitar los turistas. No. Por el contrario, cuando uno se instala en una ciudad o sigue viviendo en su tierra de origen, prefiere conocer otros lugares: los bares, los restaurantes, los sitios de ocio, los grandes almacenes… Todo eso que nos acompaña de algún modo a diario y nos hace más tolerable la rutina de los días. En la Biblioteca Nacional trabaja Mario Crespo. Ya he hablado de él en algunas ocasiones (y las que vendrán). Mario es zamorano, a veces colabora en este periódico, estrenó hace poco el cortometraje “Odio”, ha dirigido el anuncio para la campaña de abonados del Fútbol Sala Zamora y también escribe relatos. Le prometí una visita al edificio en el que trabaja y lo he ido aplazando durante meses; también es común a los mortales nuestro aplazamiento cotidiano: “Ya iré la semana que viene”, se dice uno, y retrasa la fecha y pasan los años.
Entramos por la puerta trasera y visitamos áreas abiertas al público y áreas restringidas y áreas en las que sólo pueden entrar los investigadores (con carnet). En la Sala Cervantes, la mujer que estaba de vigilancia nos sometió a escrutinio. “¿Trabaja usted aquí?”. Y él, mostrando su pase: “Sí, yo trabajo aquí. Será un vistazo rápido”. Es en esa sala donde un investigador robó dos mapamundis del siglo XV de un incunable de Ptolomeo, y poco después los encontraron en manos de un anticuario de Sidney, en Australia. El (falso) investigador era César Gómez Rivero y pudo sustraer también varias páginas de otros libros. La historia salió en la prensa. No recordaba esa noticia y Mario me refresca la memoria. También me explica que su trabajo no es muy diferente del que hace el Señor Lobo (Harvey Keitel) en “Pulp Fiction”. Ésta era la carta de presentación de Keitel: “Soy Winston Lobo. Soluciono problemas”. Su cometido no es el de deshacerse de cadáveres como en la película de Tarantino, sino eliminar y corregir errores en los archivos. Ponerle signaturas a libros en árabe, por ejemplo. Volver a clasificar libros y manuscritos y revistas que ya no caben en los depósitos y que envían a la Biblioteca de Alcalá de Henares. Cosas así.
Me gusta el edificio por dentro. Es un laberinto. Si él me dejara abandonado en cualquier sala, no sabría encontrar la salida. Un laberinto con espacios no siempre bien aprovechados. En la sala de lectura vemos a los investigadores trabajando en las amplias mesas individuales, de sólida madera. La mayoría ha llevado su ordenador portátil. Atravesamos pasillos y salas, subimos y bajamos escaleras. Entramos en un depósito de monográficos (techo bajo, poco espacio entre los anaqueles) y se me ilumina la mirada. Veo libros raros, ya difíciles de conseguir. Y no estoy hablando de libros de hace siglos, sino de ejemplares de los últimos años. Estoy un rato curioseando. Me pica la nariz por el polvillo que desprenden. Tengo alergia. Le digo a Mario que continuemos la visita, pues si por mí fuera me pasaría toda la mañana revisando títulos. Puedo aguantar un montón de horas en pie, leyendo los lomos. Insisto, me gusta el edificio: los tesoros que encierra, los retratos de escritores, los volúmenes encuadernados a la vieja usanza, el aspecto laberíntico, su atmósfera como de fortaleza con zonas prohibidas y restringidas y vigiladas. Encierra joyas. Pero necesito ver el día en que todo esté digitalizado y uno pueda investigar desde casa. Luego, desayunamos en La Taberna del Gijón. Mi guía y amigo es muy hospitalario. Afuera, aire helado.